Ricardo Darín regresa a las pantallas españolas con Capitán Kóblic, coproducción hispanoargentina dirigida por Sebastián Borensztein. Aquí muestra un registro muy diferente al acostumbrado: hermético, distante, ambiguo. No ha sido fácil para él meterse en la piel de un militar con problemas de conciencia que decide escapar de sí mismo después de participar en una de las prácticas genocidas más escalofriantes durante la dictadura argentina: los vuelos de la muerte.

--Del mismo modo que ocurre en España con la guerra civil, las heridas de la dictadura siguen estando muy presentes en la memoria argentina. ¿Qué nueva perspectiva aporta esta película?

--Siempre que se habla de crímenes y de atrocidades, se suelen contar desde el punto de vista de las víctimas; difícilmente nos atrevemos a ponernos en la otra acera. Eso me llamó mucho la atención, y también el conflicto ético que sufre mi personaje, que en un momento dado decide enfrentarse al poder y convertirse en un proscrito para huir del horror. Como actor, todas estas singularidades me obligaban a salir de mi zona de confort e introducirme en territorios inexplorados. No me sentía cómodo, me provocaba violencia, y, al mismo tiempo, la complejidad del personaje me movilizaba y estimulaba.

--Supongo que una de las mayores dificultades fue trasmitir esa ambigüedad del personaje.

--Sí, porque no es un antihéroe, ni un héroe ni nada que se le parezca. Y teníamos muy claro que no podíamos redimirlo, porque sentíamos mucho respeto hacia el dolor de la víctimas. Así que fue un reto complicado. A la hora de trabajar nos dimos cuenta de que cualquier declaración que el personaje hiciera, lo comprometería, incluso en la relación que establece con Nancy (Inma Cuesta), que no está basada en el romanticismo, sino en la pulsión animal.

--Otra de las singularidades de Capitán Kóblic es que está articulada alrededor de los arquetipos del wéstern, lo que le aporta una gran fuerza telúrica y expresiva.

--Es que Sebastián y yo no queríamos hacer una película sobre la dictadura propiamente dicha. Queríamos hacer un wéstern criollo, rural, donde hay un fugitivo, un tipo que huye porque tiene un peso en su conciencia y se mete en una carrera de sortear obstáculos. En su camino se cruza con un sheriff corrupto y con una mujer desesperada dentro de un pueblo sin ley.

--Tampoco es habitual que la acción transcurra en el entorno rural en ese momento histórico.

--Estaba claro lo que ocurría en las urbes, pero ¿y fuera de ahí, qué pasaba lejos de las ciudades? Queríamos plasmar cómo se va degradando el poder a medida que se aleja del centro. En un país donde los medios no informaban de lo que estaba ocurriendo, era inevitable que se produjeran situaciones de total impunidad. Y por eso la figura terrible del comisario Velarde, que gracias a ese vacío de poder consigue crear a su alrededor un auténtico régimen del terror.

--En Capitán Kóblic se convierte en una metáfora del estado pútrido de la sociedad argentina

--Exacto. El horror envilece y se extiende de manera pavorosa. Y es lo que pasaba con el terrorismo de Estado, que no dejaba mucho margen de actuación. Lo único que se podía hacer era tomar las armas y tratar de luchar. Y ya sabemos dónde termina derivando todo eso.

--Estaba usted a punto de cumplir la veintena cuando empezó la dictadura. ¿Cuándo tuvo conocimiento de los vuelos de la muerte?

--Muchísimo tiempo después. No recuerdo si fue gracias a un arrepentido. Pero estoy seguro de que en parte se descubrió por la presión que ejercieron los ciudadanos, las madres, la gente de las organizaciones de derechos humanos que lucharon por saltar el cerco de la censura e informar a la prensa internacional.

--¿Podrán cicatrizar algún día esas heridas?

--Nunca va a estar cerrado el tema hasta que se produzca algo imposible, la aparición de los desaparecidos. En cierta ocasión, a Jorge Rafael Videla le preguntaron sobre esta cuestión y dijo: "Son eso, desaparecidos. No están ni muertos ni vivos, simplemente no están". Nada me provoca más espanto que escuchar a un canalla hablar con esa hipocresía sobre el dolor de la gente.