Algo ha ocurrido con Pablo Escobar, el narcotraficante que llenó de cocaína las calles de EEUU, el criminal que declaró la guerra al Estado colombiano, que sembró el terror entre la población de su país, que puso bombas por doquier, que las puso indiscriminadamente, que pagó por cada policía que moría asesinado, que a finales de los 80 fue declarado el delincuente más buscado.

Algo ha pasado y es que han transcurrido 25 años desde que cayó abatido en un tejado de Medellín, y en este tiempo ha completado un inquietante tránsito de persona a personaje: primero fue la literatura, luego el cine, luego la televisión, luego Narcos -es un capítulo aparte-, y ahora es una cara estampada en camisetas que jóvenes de todo el mundo exhiben como si fuera una especie de héroe, un ídolo, alguien con quien identificarse, como lo fue en su día otro celebérrimo latino: el Che Guevara. ¿Ha reemplazado un narcotraficante asesino a un rebelde idealista como principal icono de Latinoamérica? La respuesta es triste. La respuesta es que sí.

LA BIOGRAFÍA DEFINITIVA

Todo comenzó en Colombia. Después de una serie de biografías fallidas, en el 2001 apareció en las librerías La parábola de Pablo, auge y caída de un gran capo del narcotráfico, el libro del periodista, escritor y alcalde de Medellín Alonso Salazar que reconstruyó con detalle no solo la vida de Escobar sino su contexto -Medellín- y las prácticas que rodearon su actividad mafiosa. Más de 300 entrevistas y cinco años de investigación dieron como resultado un retrato exhaustivode quien era conocido como el Patrón, y cimentaron lo que vino después: sobre el libro de Salazar se construyó el guion de la exitosa serie colombiana Escobar, el patrón del mal, que luego dio lugar a la serie de Netflix, que fue la que entronizó internacional y definitivamente al personaje. No al criminal, no al hombre que ordenaba poner bombas en aviones y centros comerciales, sino al héroe que se sobrepuso a la pobreza, al sistema, que venció a un Estado, que era buen hijo, buen padre, algo malvado, mujeriego, buen amante. Un tipo cool.

«Se produce un tránsito del icono popular, que es lo que Escobar es en Colombia, al icono pop, que es en lo que lo convirtieron los gringos y los europeos -dice Omar Rincón, crítico de televisión, profesor de la Universidad de los Andes de Bogotá y responsable del proyecto Narcoestéticas-. O dicho de otro modo, hay dos adoraciones. Aquí lo adora un sector de la sociedad porque es un hombre pobre y sin estudios, sin conexiones, sin poder, que surge de la nada y derrota a los oligarcas y al Estado, pero a los europeos y a los estadounidenses eso no les dice nada, ellos se lo apropian como un icono pop».

Barcelona, por ejemplo, como cualquier ciudad turística europea, produce señales que indican que está en esa longitud de onda: en las tiendas de suvenires, junto a las camisetas del Barça o las del dragón del parque Güell es fácil encontrar las que están estampadas con la foto de la ficha policial del narco. Sale joven, sonriente, guapo de una manera latinoamericana, investido con esa maldad atractiva que produce sonreír sobre la combinación numérica del apresado.

Un criminal sin escrúpulos que deviene en icono pop tiene forzosamente que pasar por un proceso de lavado, o al menos un proceso que haga aceptables las monstruosidades perpetradas. Era fácil y a la vez difícil blanquear a Escobar. Por un lado era ese gran criminal. Pero también era un gran populista, alguien que supo ganarse el favor de mucha gente: con dádivas, con barrios que construía para los más pobres, con su delirante programa Medellín sin tugurios. «Ya Escobar tenía una aureola mítica cuando murió, no vamos a decir que era solo un monstruo y que todo el mundo lo odiaba: muchas personas lo querían y lo admiraban, no hay que olvidar a la multitud que se congregó en su entierro y que querían abrir el ataúd -dice la escritora colombiana Piedad Bonnett-. Lo que luego hizo la televisión fue aprovechar eso. La serie colombiana le quitó su condición maléfica, fue una serie muy poco crítica o que no puso los énfasis donde debería. La gente joven que no vivió esa época terrible de Colombia puede perfectamente decir: ‘Mira, ese tipo es un bacán, mira todo lo que hizo’».

CONSUMO FOLCLORISTA

Un segundo e imprescindible lavado tuvo lugar cuando el capo fue transportado como producto de consumo audiovisual al mundo desarrollado. Aquí, aunque de otra manera, también las condiciones estaban dadas. Según la mexicana Beatriz Patraca, antropóloga de la UAB, «la cocaína llega literalmente tan blanqueada a Europa que con respecto al fenómeno del narcotráfico solo hay dos cosas, el consumo y el blanqueo. No hay muertos, ni cárteles, ni corrupción, ni guerra. Llegan las partes más cómodas, las que menos implicaciones morales tienen». En estas condiciones, adoptar y sentir simpatía por el personaje de Netflix -el personaje, no la persona- es mucho más fácil. «Y no hay que desdeñar la necesidad folclorista que satisfacen en los países desarrollados estos personajes pop como Escobar, como Frida Khalo…». O, como dice Bonnett: «Permiten perpetuar la visión pintoresca sobre el tercer mundo. Los gringos trabajan en el personaje kitsch, que es una mirada que aquí no existe, porque aquí no nos miramos como tercer mundo, y por lo tanto nos miramos sin ese tipo de ironía».

«Todos los que han vivido de construir imágenes positivas de los narcotraficantes tienen una responsabilidad en esto», dice la hispanista sueca Inger Enqvist, que hace 10 años publicó en España Iconos latinoamericanos, un libro en el que junto a Fidel Castro, el Che Guevara, Carlos Gardel, Frida Khalo y Maradona, entre otros, incluía a Pablo Escobar. «Y ha ocurrido a todos los niveles, también el literario: hace unos años no había autor latinoamericano que no escribiera una novela de tirano. Ahora todos tienen su novela sobre el narco».

EL ATRACTIVO DEL MAL

Por supuesto, nada de esto sería posible sin contar con una pulsión elemental ¿del espectador?, ¿del ser humano?: la fascinación por el malo. «En la construcción ficcional de la villanía siempre hay un atractivo, el que produce el mal, la parte oscura. La ficción le proporciona atributos de consumo, de lo que está de moda», dice Patraca. Para Rincón, «Escobar es el héroe perfecto para el tipo de personaje que han puesto de moda las series modernas, los sujetos oscuros que meten miedo por su oscuridad, que hacen el capitalismo a su manera. Ese es el héroe de nuestro tiempo y Walter White sería el ejemplo más claro».

Las series, tanto la colombiana como la de Netflix, no han hecho solas el trabajo: el cine también ha puesto de su parte, ha explotado y construido el personaje, ha apuntalado la iconografía: Benicio del Toro fue Pablo Escobar en Escobar, paraíso perdido, Javier Bardem lo fue en Loving Pablo. Son solo dos ejemplos. Un cuarto de siglo es tiempo suficiente para moldear el relato y a su personaje y convertirlos en algo apto para el consumo.

Porque de eso se trata: de consumo. Un icono es algo que se consume. Es posible que en una sociedad menos entregada a los valores del capitalismo la historia hubiera sido distinta, pero antes de ser icono popular y luego icono pop, Escobar fue un producto de consumo. Su propio hijo, Juan Pablo, puso en marcha la que es hoy la principal empresa de camisetas de Pablo Escobar, Escobar Henao, cuyo lema, sin ironía alguna, es En la paz confiamos. A juzgar por los diseños, da la impresión de que escudriñó a fondo entre los documentos de su padre: hay modelo Licencia de conducción, modelo Pasado judicial, modelo Libreta de ahorros, Carnet de universidad, Tarjeta de crédito, etcétera. No hace falta decir que ha sido ampliamente criticado. «Escobar -dice Rincón- sigue siendo un excelente narco incluso después de muerto. Los narcos son mágicos, producen dinero, todo lo que tocan lo vuelven oro, y todos han sacado dinero de él: su hijo, ahora su mujer con sus memorias, Netflix…». Así se construye un icono.