Las reglas del juego

Las reglas del juego
JAVIER LAHOZ
La verdad es que no lo entiendo. La escritora María Frisa y yo nos conocemos desde los años del instituto, allá por la Era Mesozoica, y ahora que acabo de terminar su nuevo libro, El nido de la araña, publicado por Ediciones B, no entiendo por qué entre clase y clase, o incluso durante las clases, no compartíamos impresiones sobre las películas de Hitchcock. Deja claro que las conoce, las disfruta, las analiza y las homenajea con la habilidad y la sabiduría propias de una buena conocedora del arte del suspense.
En efecto, esta chica me ha despistado como ha querido, obligándome a mirar en dirección opuesta para que no advierta que en lo aparentemente irrelevante se encuentra el quid de la cuestión. No hay quien suelte esta novela de las manos, resulta imposible hacer un parón, ponerse a otra cosa e ignorar lo que se cuece en estos lugares claustrofóbicos diseñados para engullir a los lectores y obligarlos a quedar atrapados en sus redes. No hacen falta demasiadas descripciones por su parte. La angustia se construye desde la imaginación propia, desde el dolor que se esconde tras los tabiques, desde la incertidumbre creciente y desde la certeza de que nada es como parece ser o de que nadie es quien dice ser.
Ahora bien, las pesadas losas de un pasado que tanto condiciona los presentes de todos ellos se asoman a cada página, como si de la espada de Damocles se tratara y apuntara a matar. Sin entrar en detalles, nada más lejos de mis intenciones, puedo avanzar que la protagonista, que bastante tiene ya con lo que arrastra, se ve envuelta en una compleja trama que ha desembocado en el secuestro de su hija de corta edad, dato que añade horror e indefensión a la historia. La mujer no cuenta con muchos aliados, no, pues lo de consolidar amistades no es su fuerte y la comunidad en la que vive está llena de pisos vacíos. Sólo Óscar, que busca su bienestar, y Esther, señora mayor a cuya ayuda recurre a menudo, son los únicos vecinos que pueblan el edificio. Fuera de ahí, la hostilidad, el miedo, un arma bajo la ropa, una reunión decisiva y el desamparo. Y cuando poco a poco la realidad se distorsiona, he empezado a dudar de todo y de todos, incluso de mí mismo, pues ya no soy capaz de intuir en qué momento los sucesos se ajustarán a las reglas de este extraño juego. La realidad se ha difuminado y ha derivado en un espejismo tramposo, y entonces el toque del admirado director británico regresa en manos de una sucesora inmejorable, que sabe adelantarse a las predicciones de quienes miran y leen. Deberíamos, María, volver al instituto y recuperar el tiempo perdido.
La psicología es capital en estos hechos que se encadenan con desmedida violencia. Larissa Samper, la inspectora que se ocupa del caso, ha experimentado en sus carnes, y en sus emociones, la crudeza de haber vivido al límite. Incluso de haber rebasado el límite de no sentirse viva. Sabe de lo que habla y por ello resulta tan inflexible como imperturbable. Pero se presume complicado, si no imposible, que dé en la diana al encontrarse fuera de sí. Ginés, subinspector con quien forma equipo, calla y otorga, aunque cada vez que hace un apunte acierta de lleno. Se complementan a la perfección y añaden ritmo y agilidad al texto, una liberación a la oscuridad que rodea y envuelve a Catalina, Katy para los amigos y para los enemigos, desde que la autora la presenta sin ninguna piedad y sin ningún eufemismo. Es un personaje que camina entre tinieblas, que nunca ha podido olvidar y que a veces no consigue recordar. María Frisa teje la tela con cuidado y precisión, con pistas que despistan y con aciertos que desconciertan porque no parece factible que todas las piezas del puzle estén realmente sobre la mesa. Lo están, claro, delante de nuestros ojos, enredadas en esa sustancia pegajosa, más resistente que el acero, que nos impide acceder a la verdad.
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