La modernidad ha traído aparejadas muchas cosas y la cultura no ha sido impermeable a los cambios ni mucho menos a las mentalidades. Es un hecho que a mediados de los 80, las grandes discográficas consiguieron su objetivo de hundir a los vinilos para aupar un nuevo formato con el que comercializar la música, los cedés. Desde entonces, se impuso el modelo y, aunque la calidad del sonido (acorde al modelo industrial que se estaba vendiendo) no era la misma, las ventas de cedés superaron a la de vinilos. Era la época en la que tener un disco (en el formato que fuera) era prácticamente un objeto de valor, los tiempos en los que los grupos trabajaban las carátulas casi como obras de arte y en la que se trataba de ofrecer al oyente un material exclusivo con la limitación (que no era poca) del propio formato.

Con el tiempo, la industria discográfica se ha ido viniendo abajo y, aunque los cedés han dejado ser un objeto de culto ya que ahora interesa que las escuchas sean a través de streaming en un modelo que se está afianzando sin que, de momento, se tenga claro cómo rentabilizarlo por todas las partes implicadas. Como decía, la modernidad casi imponía que la escucha de una novedad discográfica se realizara al tiempo que se hacía cualquier otra actividad, la obligada inmediatez y rapidez frente al valor de lo sosegado y el disfrute tranquilo. Así, poco a poco pero de manera constante, la venta de cedés acabó por hundirse y, con él, parecía que la música grabada iba a luchar por subsistir...

Sin embargo, y contra todo pronóstico, el vinilo no solo ha recuperado su vida propia sino que en Estados Unidos, en el 2020, según publicaba el otro día El Periódico, ya ha superado en ventas a los cedés. En España todavía no se ha producido el fenómeno y quizá todavía se está un poco lejos (35,44 millones de facturación de los cedés por los 18,42 los vinilos el año pasado) pero el fenómeno ya es imparable. Algo que impone una reflexión que me temo que desde la industria no se está teniendo y no sé si llegará a tener como ya pasó cuando sobrevino la piratería.

El fenómeno del resurgimiento surge de la música independiente y se retoma precisamente ante la honestidad y la necesidad de ofrecer un producto al oyente que esté en consonancia con el esfuerzo que se le está pidiendo de invertir sus euros en un trabajo que puede escuchar en streaming. Es decir, simplificando la ecuación, darle valor a la creación artística a través de su packaging y recuperar esa idea de objeto de culto. Y con una idea tan básica y que parece tan simple (no es nuevo el debate ni la apuesta, que no siempre ofrece beneficios, claro está, de tratar de atraer a más gente ofreciendo un mejor producto), los artistas se han abrazado al vinilo.

Y ya no hablamos de escena independiente o de modernidades sino que la industria también ha acabado por relanzarlo. En el último concierto que ofreció Sílvia Pérez Cruz en la sala Mozart del Auditorio de Zaragoza, al concluir el mismo, había una fila de una veintena de personas en su tienda de merchandising. ¿Adivinan qué compraron todos los que estaban? El vinilo de su último trabajo, Farsa (género imposible), que acababa de publicar.

Quizá la industria se pueda acabar dando de bruces con la realidad, que los melómanos están dispuestos a convertir los productos de sus cantantes favoritos en objetos de culto pero, para eso, se les tiene que ofrecer algo. Y, mientras tanto, las escuchas en streaming siguen siendo las mayoritarias en la actualidad. ¿Encontrarán una salida?