Decíamos ayer. En mayo de 2019 sin ir más lejos, antes de que el mundo y nuestras vidas dieran un vuelco del carajo, que el cantaor Israel Fernández (Toledo, 1989) había pasado de niño prodigio a prodigio del cante. Israel actuó por entonces en Zaragoza, dentro del ciclo Zaragoza Flamenco, y quedamos pasmados ante su cante infinito. Este domingo, en sesión matinal, a una hora en la que, antes del citado vuelco del carajo, flamencos, pelícanos y otras especies abrían el primer ojo tras una noche de gargantas afinadas, Israel Fernández ha actuado en el Auditorio de Zaragoza acompañado por ese guitarrista que de tan flamenco parece otra cosa, llamado Diego del Morao. Lo ha hecho ante un público abundante y mayoritariamente joven, todo un síntoma del signo de los tiempos que diría el geniecillo de Minneapolis.

Israel, se sabe, es intérprete de facultades poderosas y amplio registro (de ahí que pase sin fisuras del desgarro camaronero a la fluidez valderramera), y reúne en su garganta lo viejo y lo nuevo, lo ancestral y lo contemporáneo. Este domingo ha hecho un programa de cantes prácticamente igual que cuando estuvo en 2019, por lo que hemos echado de menos que transitase por algunos palos que nunca le hemos escuchado en directo. Hemos echado eso de menos y hemos echado de más el gusto que los cantaores tiene por la reverberación, efecto que ensucia la dicción, y más en una sala como la Mozart. Dicho esto, convengamos de nuevo en el fenómeno. Dada la hora le ha costado calentar. Por cantes de levante y soleá ha comenzado el concierto; al llegar a los tientos / tangos ha subido la temperatura. El termómetro se ha salido de madre al compás de una seguiriya, han llegado después unas bulerías tan abiertas como las ventanas en pandemia y ha cerrado por fandangos con brío y brillo. Lástima de la hora y la reverberación; con todo, hay que reafirmarse en el prodigio. Es lo que hay, señores.

Y señoras. Son éstas últimas (tómese el término no por razones de edad sino de género) las que cortan la pana en las españas en ese campo musical que combina estilos y donde las taxonomías se diluyen como azucarillos en el café. ¿Nuevas cantautoras? Vaya usted a saber. El caso es que una de esas artistas que maneja con talento ese gozoso asunto de la imprecisión estilística es Travis Birds (Madrid, 1990), que el sábado por la tarde cantó en el Centro Cívico Delicias, precisamente en ese ciclo que dinamita fronteras sonoras, llamado De la raíz. Travis presentó las piezas de La costa de los mosquitos, su segundo álbum, y completó el repertorio con canciones más antiguas. Llegó acompañada a las percusiones y a la cosa electrónica por un Yoyo Bey (elegante y preciso) y por Álvaro Fernández a la guitarra eléctrica, que dibujó apuntes de lujo de variadísima escuela, llegando hasta el rock sureño.

Con ellos, Travis (voz y guitarra acústica) facturó un concierto atractivo, un directo que tal vez le falte esa atmósfera envolvente que despide el disco. Mas, pelillos a la mar. Travis escribe canciones espléndidas y las interpreta con tino. Las cinco disonante, Madre conciencia, Tanananá, Claroscuro, Lagarto rojo y La vela configuraron la primera tanda; Acordes de jazz, Bolero para una trompeta (que interpretó en solitario), una sobresaliente y vigorosa Coyotes y Eduardo armaron la segunda. Y de propina, Thelma y Louise, Cratures Of the Night y una mixtura de Eduardo y Walking On The Wilde Sido, del tío Lou. Con aires de canción popular, dejes de blues y especias varias, Travis teje una fina pero resistente tela de araña. Para atraparnos como mosquitos, claro.