Las piezas del ceramista Daniel Zuloaga (1852-1921) vuelven a brillar en Zaragoza gracias a la exposición que acaba de inaugurar el Museo Pablo Gargallo en el centenario de su fallecimiento. Ojalá la efeméride sirva para devolver a estas cerámicas el esplendor de antaño. Y es que, durante décadas, la obra del artista dispersa en colecciones particulares e integrada en la arquitectura de numerosos edificios españoles —algunos tan conocidos como el Palacio de Cristal o el Palacio de Velázquez en el Retiro madrileño— no ha sido bien conservada, malvendiéndose en subastas o sucumbiendo a la demolición de las construcciones a las que se encontraba adherida. No es un fenómeno exclusivo de la obra de este artista, sino que, en general, las artes decorativas no reciben una justa valoración en España. Exposiciones como esta demuestran un cambio de sensibilidad de las instituciones públicas y también de las entidades privadas, tal es el caso de la Fundación Zuloaga que ha conservado, investigado y difundido esta cerámica. Así, resulta encomiable la labor de Margarita Ruyra y Abraham Rubio como comisarios de la exposición.

En las más de 70 piezas que pueden contemplarse en las salas del Pablo Gargallo se constatan tendencias muy diversas. Primero, la exposición refleja bien los inicios de Daniel Zuloaga como pintor y decorador de elegantes interiores. También se arroja información sobre los orígenes familiares: era hijo de uno de los máximos renovadores del arte del damasquinado a nivel europeo y creció en un ambiente cosmopolita proclive al arte y la cultura. Así se constata en una de las vitrinas presentes en la primera sala, que contiene un icono del siglo XIII, un cuadrito del Goya más oscuro y una muestra de cerámica persa. Tres fuentes de inspiración fundamentales: el arte medieval, la pintura de los grandes maestros de la escuela española y la fascinación por Oriente. Tres obras procedentes del acervo familiar que nos hablan de las inquietudes coleccionistas de esta saga de creadores. No en vano, su sobrino Ignacio recorrió las subastas españolas y francesas en busca de originales del Greco, Zurbarán o Goya, celebrando tío y sobrino la adquisición de nuevas piezas, tal y como revela la extensísima correspondencia entre ellos. Además, ambos creadores estuvieron muy vinculados a los postulados ideológicos de la Generación del 98, preocupándoles la situación de atraso generalizado que vivía España, sobre todo en sus áreas rurales.

Fueron artistas de origen vasco, pero muy ligados a Madrid. Esta circunstancia nunca les supuso un problema, al contrario, los Zuloaga supieron aunar lo mejor del regionalismo —véanse los magníficos murales cerámicos de asuntos agrícolas del campo castellano que pueden verse en la segunda sala— y del espíritu castizo madrileño, como demuestran las imágenes de las mujeres de la familia, vestidas de manolas con mantilla y peineta, omnipresentes en cornucopias y azulejos de la exposición. Tampoco les costó conciliar sus trabajos en la gran ciudad con la reivindicación del campo. Daniel Zuloaga se formó en la manufactura de Sèvres, a las afueras de París y posteriormente vivió en Madrid y en Segovia, donde pudo acercarse al campo de Castilla. Allí instaló su taller y vivienda en la iglesia desamortizada de San Juan de los Caballeros y trabajó ayudado por sus hijos Juan, Esperanza y Teodora.

Conociendo estas estancias es como se comprenden la multitud de fuentes de inspiración que tuvo, prestando especial atención a la cerámica del Renacimiento y del Barroco. Si a ello sumamos el estudio atento de las piezas islámicas de reflejo dorado, obtenemos el arte de Daniel Zuloaga. Esta investigación le permitió innovar y ser moderno, dando lugar a obras que han mantenido sus colores a la perfección hasta nuestros días. Vasco y castellano, rural y cosmopolita, antiguo pero moderno y, todo ello, sin caer en contradicciones. La cerámica de Daniel Zuloaga es la reconciliación de muchos aspectos de la identidad española y sus piezas son una invitación a conocernos mejor.