No siempre resulta fácil definir a qué género pertenece un libro, pues ya ni siquiera la ficción y la no ficción, embadurnadas de esa moda imperante que se entiende como autoficción, están muy delimitadas. No es el caso. Leo, releo y me recreo para finalmente atreverme a afirmar que esta narración que ahora se halla entre mis manos tiene mucho de lo que se conoce como realismo mágico, corriente de la que la literatura hispanoamericana cuenta con grandes e indiscutibles representantes. Escriben los estudiosos que los textos englobados en esta definición son aquellas en las que lo extraño y lo peculiar forman parte de lo cotidiano. O lo que es lo mismo: una realidad en la que cabe la irrealidad.

Sin duda todo empezó cuando accedí, de manera casual y espontánea, a Los ofendidos, novela corta escrita por el gaditano Ignacio Arrabal y publicada por Anantes, que aúnan ser editores y productores de cultura. Dicha obra llamó mi atención desde ese primer momento en el que le eché el ojo y se lo guiñé. Y una vez más mi intuición y mi mirada acertaron. Literatura sin añadidos, porque es muy rico y muy amplio, incluso panorámico, el léxico que maneja este escritor, palabras que por sí solas lo dicen todo y que no necesitan de una historia convencional repleta de elementos reconocibles que ayuden a entender y a manejar la trama. Son muchas las historias que llegan a las librerías que aspiran a ser tremendas, pero son pocas las que realmente contienen desafíos que las hacen únicas.

El lugar en el que se desarrolla la acción se siente, se huele, se palpa y se teme. Además, se concreta en una oscura localidad en la que durante mucho tiempo no ha habido nacimientos, pero en la que sin embargo las muertes no dejan de sucederse ni de alejarse de la superstición. La inesperada irrupción de un forastero, que llega con la firme intención de quedarse, despierta murmuraciones, recelos, desconfianzas y conjeturas, cosa que a él no parece importarle demasiado. Es un tipo que apenas sale de casa y que apenas entra en conflictos, como si su vida fuera más que suficiente y careciera de sentido estar pendiente de las de los otros, que tanto gustan de husmear y de difundir equívocos. Y a partir de ahí, su misterio crece también para los lectores, pues Lerma, que así se llama este protagonista, ni se muestra dispuesto a verbalizar ni predispuesto a dialogar.

Veo que el autor ha ganado diversos premios y que ha trabajado la poesía y el relato corto, veo que ha sido finalista del Premio Nacional de la Crítica y veo que son varios los títulos a los que ha dado vida como novelista. Nada de esto me sorprende. Es la suya una escritura apasionada, poderosa, envolvente y directa, en la que los personajes retratados quedan fijados en la memoria, y en la que nada sobra y nada falta. El armazón es tan sólido que el desarrollo de la trama, sea el que sea, no puede tambalearse. La labor del creador es la de darle a las palabras el sentido exacto, rozar la precisión y entender que todo tiene su nombre. He leído sin pestañear y a mayor velocidad de lo habitual. La he devorado más bien, aceptando que de vez en cuando me siento necesitado de que las palabras, y no los argumentos que ejercen de piezas de un puzzle imposible, me lo digan todo.

 El resto de los personajes poseen igualmente una presencia demoledora. A veces por lo que destruyen con lo que dicen y a veces por lo que construyen con lo que callan. Los intensos silencios pueden llegar a ser muy ruidosos y, por supuesto, muy significativos, más aún cuando no suponen un freno para la acción. Esta es una novela que se sirve de los símbolos para añadir identidad y para describir lo que habita en el interior. Pero por encima de todo lo demás, esta es una novela que está impecablemente escrita, con un control del lenguaje que me ha seducido desde su comienzo en la primera página.