Espacio corto (el que dispongo) para cante tan largo: el de Rocío Márquez, indagadora en la memoria del flamenco (de todos los flamencos, mejor), buscadora de valiosas joyas del ayer para darles gozoso brillo del hoy, voz privilegiada y cabeza libre, como la de su admirado Pepe Marchena, para crear sin el corsé del canon, sin el agobio de la ortodoxia, sin el lamento de los flamencólicos (“Porque el mundo a mí me critique no siento pena ninguna, yo soy águila imperial y mientras tenga una pluma, Dios mío de mi alma, no la dejaré volar”, canta por fandangos).

Rocío vino el domingo al ciclo Bombo y platillo y puso al personal en vilo; suspendido en el aire, o sea. Levitando, oye. Cantó arropada por la guitarra de Juan Antonio Suárez Canito, tocador flamenquísimo que excede las costuras de lo jondo y va y viene, no por los cerros de Úbeda sino por los caminos abiertos de la búsqueda. Así que se juntaron el hambre con las ganas de comer.

Abrió Rocío la tarde (fresca, la tarde, no ella) con Trago amargo, el tango de Navarrine e Iriarte, pero traído a las españas. Un soberbio Andaluces de Jaén dio paso a una serrana con un arrebatador cierre por abandolaos. La petenera nos encogió las vísceras, y el Romance, muy marchenero, combinando cante y recitados, nos preparó para una mariana de lujo y una rondeña antológica.

Andalucía, de Paco Cepero, precedió a El último organito (otro tango rescatado a la manera de El Cabrero), y llegamos así a la inmensa Luz de luna brillando por bulerías. Y, ¡ay!, navegamos después sinuosos por un río de coplas (Me embrujaste y Se nos rompió el amor), antes del primer bis, una seguirilla que nos cortó el aliento más que la obligada máscara quirúrgica. Y de cierre, un fandango a micrófono quitado (Yo soy águila imperial) que levantó al público del asiento como un cohete. Diría más, pero parafraseando al tío William, cantó Rocío; el resto es silencio.