“Pon que soy un investigador de la memoria”, me dijo para definirse. Cuando quise que me resumiera cómo quería aparecer en la biografía del libro en el que colaboré con él, “Recuerdos compartidos” (ese en el que escribió sobre la singular peripecia de un niño apasionado por la vida) tenía muy claro su cometido. Era un investigador y un divulgador por vocación y casi por necesidad vital. Rafael era un hombre tremendamente generoso, y así lo demostró en los últimos años de su vida. Lo sabía todo de la Zaragoza de los 50 en adelante, disponía de abundante material gráfico que repartía entre todo el que se lo pedía, participaba en cualquier evento que significara recordar con dignidad. A veces, daba la sensación de que Rafael estaba más feliz en los recuerdos de su infancia que en un presente duro y agobiante. Una infancia de niño que miraba con la nariz pegada a los cristales, con pocos posibles, pero toda una vida por delante. Escuchar a Rafael es imaginarse a los hermanos Tonetti en un circo de tres pistas, o volver a oler la tinta de un tebeo de la Familia Trapisonda. Es ver a aquel adolescente asomándose a la carpa donde actuaban las vedettes, a ver qué era eso que tanto atraía a los mayores. Era oírle hablar de la vedette Pola Cunard  (su amor platónico, aunque de chaval le hubiera gustado otra cosa) y de otros nombres de señoras estupendas que yo jamás había oído nombrar, y de las que me explicaba vida y milagros, que todos se los sabía. Rafael tuvo una primera parte de su vida de lo más convencional, como empleado bancario, pero cuando se jubiló, el tiempo para él comenzó a correr hacia atrás. De más joven tenía pelo largo y lustroso. De más mayor, un cráneo reluciente que le restaba años. Es en ese momento cuando comenzó la vida que le habría gustado siempre vivir: con su mujer como cómplice, acudía a tertulias, daba conferencias, cantaba, actuaba en el teatro, reinaba en Facebook gracias a su página El desván de Rafael Castillejo, un auténtico repositorio de la memoria sentimental de este país, de esta ciudad. Rafael era generoso hasta el extremo. Si necesitabas un dato, una foto, un teléfono, un contacto, había que acudir a Rafael, porque si no lo tenía, lo buscaba para ti. Lo vi hace mes y medio, desayunamos en la cafetería de El Corte Inglés. Era de sus sitios favoritos, delante de una tostada con mantequilla que extendía minuciosamente, te contaba lo que quisieras saber. A veces solo, a veces con su inseparable amigo Fernando Gracia, otra de esas personas que lo saben todo de una época cada vez más lejana. Menuda gloria daba quedar con los dos: siempre salías más sabia. No es que a mí me tuviera encandilada, es que Rafael tenía muchas amigas porque trataba a las mujeres estupendamente. Tan culto, tan buen conversador, tan caballero. Una de esas amigas, Corita Viamonte, que lo quería a morir, cumple años hoy. Y siempre lo celebra con una reunión en la que nunca faltaba Rafael Castillejo. Menudo cumpleaños, Corita. Un hueco como el de Rafael va a ser imposible de rellenar.