Tras meses de protestas, de reuniones y promesas, el Gobierno de Aragón lanzó unas ayudas para su hostelería. Tras el cierre de los plazos, el número de peticionarios ha sido muy inferior al ¿esperable?, por más que probablemente se agoten todos los euros dispuestos a tal fin.

Las asociaciones del sector –que tristemente es muy poco dado a agruparse– han adelantado diversas explicaciones. Desde que los establecimientos vinculados a la nieve no pueden acogerse a las ayudas, hasta la imposibilidad de demostrar una baja considerable en los ingresos debido a la pandemia, además de otras cuestiones administrativas, como estar al corriente de todos los pagos.

No resulta una sorpresa constatar que el sector, en gran parte, lleva mal sus deberes con las administraciones y haciendas públicas, o que circula dinero por las cajas sin apenas control. Secuelas de un pasado –cada vez menores, ciertamente, pues formación, franquicias y tarjetas han hecho mucho por la normalización– que no se debe obviar a la hora de plantear la forma de las ayudas.

No es menos cierto que para alguien poco entrenado en las nuevas tecnologías, o que no disponga de un avezado gestor, sentarse ante la pantalla para pedir algo a la administración, se convierte en una titánica tarea. Que si la página se cuelga y vuelve a empezar; que si te falta tal firma; que si la documentación no está firmada electrónicamente. Quien se han enfrentado a ello, lo sabe bien, por más que a la postre haya llegado al «trámite completado con éxito».

Bienvenidas sean estas ayudas –así como los bonos turísticos– que salvarán de la quiebra a más de un establecimiento; bienvenidas también las medidas de control de los dineros públicos, que son escasos y de todos. Pero la administración, que sí habrá impartido cursos y más cursos a sus funcionarios –en horas laborales, como debe ser–, debe entender que no todos se digitalizan a la misma velocidad. Y no siempre por falta de ganas. Se echa en falta algo más de comprensión.