Siendo niño, Federico de Staufen había escuchado a su tío, Conrado III, hablar con fervor exaltada de aquellos hombres que lo dejaron todo y se fueron a conquistar Tierra Santa. Aún no le habían apodado Barbarroja. Ni siquiera tenía vello en el mentón cuando Bernardo de Claraval se subió a los púlpitos de toda Francia para declamar que había que recuperar el Condado de Edesa y asegurar las posesiones cristianas en Oriente. Jerusalén estaba en peligro. Contaban los viajeros que volvían de aquellas tierras que los sarracenos secuestraban a los peregrinos, mataban a los hombres y violaban y esclavizaban a las mujeres. Los reinos cristianos debían unirse y partir para un viaje sin retorno, pues el paraíso los esperaba tras las puertas de la ciudad que vio morir a Cristo.

Acababan de nombrar a Federico duque de Suabia cuando aquella Segunda Cruzada estaba al borde del fracaso. Su tío, el emperador Conrado III, había sido derrotado en Damasco por las tropas árabes y los bizantinos habían firmado la paz con los Selyúcidas, tratándolos mejor que a los pobres soldados cristianos, que pasaban hambre y sed en tierras extrañas. Pero aquel niño no olvidaría nunca la marca de fe de aquellos hombres que volvieron desalmados del mismísimo infierno. Le hablaron de ciudades abrasadas por el desierto, donde las murallas se multiplican y se confunden con la arena. Muchos de ellos habían podido ver de cerca la lanza con la que Jesús había sido traspasado. También los clavos que habían cerciorado su pasión. La esponja aún empapada de vinagre y un frasco con leche que había emanado de los mismísimos senos de la Virgen María. Cómo olvidar tal muestra de religiosidad. Algún día él también debería forjar su memoria en tierras hostiles y recuperar aquellas reliquias que tan peligrosamente convivían con el infiel.

Tuvo que recordar aquel día Federico Barbarroja, muchos años después, celebrando misa a los pies del río Gösku, en la actual Turquía. En aquel tiempo la Península Anatolia era un territorio disputado. La costa mediterránea pertenecía a un reino efímero y legendario, apodado el Reino Armenio de Cilicia. Hacían frontera el Imperio Bizantino y las fuerzas selyúcidas. Tenía 74 años el emperador había vivido lo suficiente para saber que nunca es tarde para cumplir un sueño. Había llegado a ser la cabeza visible del Imperio. Había sometido el norte de Italia con mucho esfuerzo y sacrificio. El papa de Roma ahora no mataba una mosca sin su consentimiento y le tocaba el turno de pasar a la posteridad como el monarca de la cristiandad que recuperara los santos lugares. Jerusalén había caído en las manos de Saladino hacía dos años. Un infiel no podía custodiar el Santo Sepulcro del Señor.

A su lado le acompañaban 50.000 soldados, dispuestos a morir por su rey, pero con más miedo que un campesino en tiempos de sequía. No es fácil viajar solo por el ancho mundo, pero siempre es mejor que hacerlo con 50.000 personas a la sombra. La expedición se veía obligada a saquear ciudades y regiones enteras para avituallarse. 50.000 bocas pueden con los rebaños de todo un país y secan los ríos más caudalosos de un Oriente que se calienta en verano. Aquel terreno era muy diferente a las ciudades en las que había pasado su infancia. Aquisgrán, Ratisbona y Maguncia eran sometidas a un viento que venía del Báltico y las cubría la nieve cinco meses al año. Pero el Levante era árido y abrasaba los ojos cuando miraban al horizonte.

Federico había decidido atravesar el continente a pie. Otros reyes habían respondido a la llamada del papa con el mismo fervor religioso. Pero a Jerusalén había que llegar a pie. Felipe Augusto de Francia y Ricardo Corazón de León se habían embarcado en Marsella y Génova y, tras descansar en Rodas y Chipre, habían desembarcado en Acre, con las fuerzas intactas y el corazón sereno. Pero el emperador del Sacro Imperio no podía arrojarse la debilidad de renunciar a su destino. Atravesó junto a sus tropas Hungría. Optó por la ruta del Danubio, el río donde de niño no se atrevía a bañarse, y cruzó los Balcanes, haciendo amistad con los pueblos serbios, dejando a un lado Constantinopla y atravesando los Dardanelos, adentrándose en Anatolia y sorteando con la diplomacia a los infieles selyúcidas.

Conoció el hambre y el frío en el paso del Miriocéfalo, donde las montañas se hielan en invierno. Aguantó varios días sin comer ni beber agua entre Philomelion y Konya, viendo morir a los caballos y enloquecer a sus hombres. Esa mañana madrugó y caminó hasta las riberas del río Göksu. Tras celebrar la misa fue a bañarse. Su médico le había recetado sumergirse en aguas heladas para mantener firme los músculos. Pero Barbarroja olvidó los días en los que el Danubio le inspiraba temor. Su muerte no llegó a manos de Saladino, con el Getsemaní de fondo, sino ahogado torpemente en un río de aguas plácidas. Metieron su cuerpo en vinagre y lloraron su destino. Quisieron llevarlo a Jerusalén pero el calor aceleró el proceso de descomposición. La carne del emperador peregrino fue enterrada en Antioquía, los huesos en Tiro y su corazón en Tarso.

No llegó a ver Jerusalén el emperador que había hecho de su fe el más arriesgado de los viajes.