Tomar la calle era una de las reivindicaciones democráticas durante la transición. Mientras algunos consideraban la calle como suya, otros salían a manifestarse, tratando de recuperar espacios públicos de libertad.

Casi 50 años después todavía hay quien parece no entenderlo. Viene a cuenta lo anterior no de las terrazas hosteleras –que merecen una columna entera–, sino de los conocidos como mercadillos, los mercados ambulantes de Zaragoza, dependientes de su ayuntamiento.

De forma periódica, pero no diaria, cambiando su ubicación cuando es necesario, la capital aragonesa dispone de uno textil –con la presencia de los hortelanos de Zaragoza–, más conocido como el rastro; el de artesanía de san Bruno; el del coleccionismo en la plaza san Francisco; el ecológico y de productores, los sábados en la plaza del Pilar; y los dos, también de alimentación, en Parque Venecia.

Salvo por su carácter ambulatorio son exactamente igual que otros mercados fijos y diarios. La desatina respuesta a la crisis de la colza, también en la transición, acabó la tradición de los mercados alimentarios en la mayoría del país. Muerto el perro, se acabó la rabia.

Estos mercadillos están volviendo, deben volver, como pasa en la mayoría de las ciudades europeas. Los mercados ambulantes son otra forma de comercio, diferente simplemente. Tan digna o más como las otras, dando una respuesta económica a quienes, por las razones que sean, optan por este modelo, que aporta diversidad y riqueza al entorno en que se encuentran.

Los pequeños productores, los artesanos, los coleccionistas, los chamarilleros, los anticuarios, los que venden ropa no son ciudadanos marginales necesitados de ayuditas públicas. Son productores agroalimentarios, artesanos, comerciantes, con todo el derecho a encontrarse con su clientela.

Alguno de nuestros mercados, como el agroecológico, son envidiados por otras ciudades. Por su continuidad, por su volumen, por su filosofía. Estemos orgullosos de ello, presumamos y mostrémoslos a quienes nos visitan. Lo agradecerán.