Joaquín Carbonell fue un artista polifacético, innovador y lleno de vitalidad y de frescura. Así se percibe ahora su figura, por parte de la crítica y del público, de especialistas y gente cercana. Tocó muchos palos: el teatro en su juventud, el periodismo y la creación literaria, asiduamente, pero, sobre todo, la actividad musical, la canción siempre, porque en él confluían el poeta, el compositor musical, y el cantor de unas gentes y una tierra: la turolense, la aragonesa, siguiendo a su maestro, el irrepetible Labordeta. Si este es el emblema, el cantautor de Aragón por antonomasia, con proyección nacional e internacional , Joaquín es su alumno más decidido y aplicado, el cantautor de los nacidos en Aragón a mediados del siglo XX , reconocido en España, e incluso más allá, como Iberoamérica. Y, sin duda, se erige como el trovador de aquella experiencia pedagógica y cultural, acaecida en el Teruel de finales de los sesenta, que se ha dado en llamar la Generación Paulina.

En justicia, le han ido llegando los merecidos reconocimientos, algunos disfrutados, saboreados en vida, otros, como suele ocurrir, tras su fallecimiento. En los últimos tiempos, se ha hablado mucho de su energía personal y de su legado artístico, por parte de estudiosos y amigos. Yo quiero acercarme al chico de Alloza, al artista aragonés, desde la cercanía, desde la condición de compañero de estudios y de generación. Conocí, conocimos a Joaquín en la segunda mitad de los años 60, cuando apareció por Teruel a cursar el Bachillerato Superior en el Instituto José Ibáñez Martín, comandado por Eduardo Valdivia, y como pupilo del Colegio Menor San Pablo, que acababa de abrir don Florencio Navarrete, como residencia de los estudiantes de pueblo, de la gentes de la provincia que empezaban a mandar a sus hijos e hijas a estudiar a la capital.

La experiencia cultural turolense

Carbonell, ya no era entonces un muchacho cualquiera. Era algo mayor que nosotros, espigado, desenvuelto y atrevido, en contraste con el carácter pacato y precavido de los jóvenes que llegábamos del Teruel rural , profundo y atrasado. Él venía rebotado de un colegio de Sarriá, imbuido de los aires mediterráneos, de playas y discotecas, y con los ritmos musicales españoles y anglosajones del momento bien aprendidos. No llegaba virgen, y en la residencia y el instituto, encontró el ambiente de libertad aceptable y de actividad que demandaba su rebeldía juvenil y su inquietud artística. Claro, allí encontró profesores de la talla de los citados y de la categoría humana y profesional de los tres amigos: Labordeta, José Sanchis y Eloy Fernández Clemente, acompañados de otros excelentes profesores, como Jesús Oliver, Juana de Grandes, Agustín Sanmiguel, y no pocos más. Y entre sus compañeros del mismo curso o cercanos se encontraban: Carmen Magallón, Federico Jiménez Losantos, Maribel Torrecilla, Jaime Caruana, Jesús Marco, Carmen Tirado, Gonzalo Tena, Pilar Navarrete, Antonio Serrano, Juan José Rubio, Manuel Pizarro, Santiago Hernández. Eliseo Moreno, Serafín Aldecoa y un largo etcétera, entre ellos Rafael Navarro, prestigioso catedrático de la Universidad de Zaragoza, que también se nos fue hace un año. Un reconocimiento también para Javier Maestre, recién fallecido, componente, con Eduardo Paz, de La Bullonera. Todos estos cantautores citados, junto con Tomás Bosque, Pilar Garzón, y otros, contribuyeron a reavivar la conciencia y la autoestima de los aragoneses.

Con ese material humano, con esa simbiosis entre el instituto y colegio San Pablo, con aquellas ganas de aprender y disfrutar, tanto de los jóvenes de los pueblos como de los capitalinos, parece comprensible que floreciera aquella primavera cultural turolense. Fenómeno que pudo parecer normal a los estudiantes de entonces, que carecíamos de otras referencias similares, pero que no pasó desapercibido para las autoridades educativas y gubernamentales del Teruel del momento. El franquismo seguía vigente y vigilante, y los gobernadores de turno tomaron buena nota de aquel movimiento, y actuaron en consecuencia y sin miramientos.

Carbonell llegaba ya con su aportación. Con la colaboración de su amigo Cesáreo, trajo la modernidad a la juventud turolense: la música más avanzada en el panorama español, una vestimenta innovadora –aderezada con el toque singular de la bufanda paulina, casi marca del colegio–, en fin, una actitud iconoclasta y atrevida, que generó cierta seducción, en especial entre sus compañeras de instituto. Además el recién llegado no resultó un estudiante al uso, de clases regladas, pupitre y tardes de estudio. Joaquín era mucho más partidario de callejear, visitar locales de ocio y bares con gramola y, eso sí, apuntarse a las actividades extraescolares -en buena medida gestadas en San Pablo– que experimentaron en aquellos años un vigor desconocido hasta entonces y se hicieron eco en buena parte de la sociedad turolense. En el colegio y su entorno , el decidido Joaquín, encontró la paleta de actividades que lo motivaban: la música, el teatro, el periodismo…

Al poco de llegar, se presentó y ganó como solista un concurso musical en el instituto, después de un cursillo acelerado de rasgueo de guitarra. Animado por los avances de Labordeta, pronto se convirtió, acompañado a veces por Cesáreo, en el alumno más aplicado y listo del maestro aragonés. Cuando renovó su primera guitarra, yo me quedé con ella, pues más de uno acariciábamos aprender a tocar aquel popular instrumento. Sus actuaciones esporádicas de canción española, culminaron con el recital benéfico en el teatro Marín, en 1969, y su primer disco, años después, Con la ayuda de todos, que hunde sus raíces en su estancia turolense. La carrera del cantante, aún con incierto futuro, se había iniciado.

Al teatro se apuntó con ganas , desde su llegada. Pisó sus primeras tablas de la mano de Labordeta, y luego con Sanchis de director, que puso rigor y oficio en el escenario. Y así, como galán o actor de reparto, compartió la escena con actores y actrices estudiantes, reclutados entre el pueblo llano: Magallón, Tena, Losantos, Navarrete, Sarrais,… representado comedias y entremeses como La zapatera prodigiosa, Los de la mesa diez, El retablo de la maravillas, etc.

No menos interés puso en el periodismo juvenil, con la música como tema estrella. Escribió en la revista San Pablo, impulsada por don Florencio, y coordinada por Eloy Fernández Clemente, maestro de periodismo y de tantas cosas, compartiendo espacio con otros alumnos y docentes; publicó la actualidad musical en el diario Lucha de Teruel, y la sección Aulas 68-69, acompañado de Federico, que les deparó algún que otro sobresalto; difundió desde las ondas de la radio sindical, con su amigo César, las novedades musicales del momento, tanto hispanas como extranjeras.

Salió de Teruel –como otros compañeros– con muchas tablas, preparado para moverse con éxito y desenvoltura por los escenarios del espectáculo y de la vida.

Luego vinieron años, décadas de adaptación a las circunstancias, de desencantos y esperanzas para unos y otros, pero Carbonell, incombustible, siguió laborando con constancia e ilusión, tejiendo, entrelazando recitales y discos; libros de relatos y de ensayos; entrevistas y artículos en prensa, y siempre, siempre con chispa, con ironía crítica, cada vez más seria y comprometida.

Andando el siglo XX , nuestros caminos fueron confluyendo. Aparte de coincidencias esporádicos, nos reunimos en el I y II Encuentro de la Generación Paulina, en Teruel. Vidas que confluyen, emociones que afloran, Y Labordeta y Carbonell hicieron lo que mejor saben hacer: cantar ante un público entregado, cantar a Aragón, a sus gentes y paisajes, las carencias presentes y las aspiraciones futuras. Fueron ocasiones para el abrazo fraternal, para revivir añoranzas, para desear un buen futuro.

En estos últimos años estaba pletórico, exultante. Las constantes vitales, emocionales, profesionales las tenía muy saludables. Lo veíamos alegre e ingenioso, lleno de proyectos.

Yo le decía: «Joaquín, estás viviendo una segunda juventud».

Él me corregía: «Estoy viviendo mi plena juventud».

Los que lo conocíamos, los que lo tratábamos, sabíamos de su ilusión, de su dinamismo y jovialidad, de sus planes en ciernes. Estaba muy vivo, en plena forma, como demostró en su rotundo recital en el Principal de Zaragoza, al cumplir los 50 años de su carrera musical.

Llegó como un artista y se nos fue como un artista: lo que siempre fue y quedará como su legado. Evocando los versos lorquianos, tardará mucho tiempo en aparecer un turolense tan divertido y seductor, tan lleno de energías, tan vitalista y creativo , porque «de Teruel no es cualquiera».