Soy incondicional de los cuentos clásicos, encierran fascinación y desprenden magnetismo. Es así como lo percibo, supongo que debido al tratamiento que les dan a los temas universales. Me da igual que sus moralejas sean mejor o peor entendidas y que estén repletos de tópicos que no siempre son vistos con buenos ojos. Me encantan los escenarios en los que suceden y que en el mundo real a nuestros sentidos, ese por el que pisamos, pasamos y posamos, no parecen tener cabida. Pero no hay que fiarse: el disfraz forma parte del juego, y hasta lo imposible tiene sus posibilidades. A lo largo de los siglos estas leyendas, que fabrican hermosura sirviéndose de siniestros episodios, se transmitieron de viva voz y han llegado hasta hoy con mil y una variaciones, de forma que los personajes han logrado huir de destinos que en su día se tornaban inexorables. La esencia del érase permanece, claro, como mandan los buenos principios.

Hay quien se atreve a conducirse por nuevos caminos, entrar en la cueva del lobo o recorrer senderos solitarios que le lleven a nuevos destinos, quizás monstruos que poseen tantos matices como la imaginación permite, y en los que el horror planta cara a los que se creyeron alguna vez en posesión de la verdad absoluta. Es fantástico hacer de la fantasía el hilo conductor de historias que consiguen que los ojos del lector despidan un brillo especial, como si también formara parte de ese universo que necesita aliados. Me enloquece entrar en el castillo y dejarme llevar, escuchar los ruidos de la noche y el arrastrar de las cadenas. Quiero puertas cerradas con secretos detrás, y princesas aburridas de tanta belleza cada vez que un espejo se interpone en su camino. Necesito escuchar cómo el viento se adentra en el bosque para susurrar a los árboles.

Todo esto y mucho más es lo que me he encontrado en esta maravilla que lleva por título Ni aquí ni en ningún otro lugar. Porque en efecto no se trata de saber dónde he estado sino de sentir que en todos ellos estuve. Hay relatos que merecen quedarse a vivir con aquellos de antaño que conocemos de memoria, bien por haberlos leído, bien por haberlos escuchado de boca de quienes nos los leían poniendo énfasis y dramatismo. Y hay otros que apuestan por una reinvención continua, como ya he mencionado, cuentos que pueden contarse de incontables maneras porque su sabiduría no tiene fin y la trama permite todo tipo de trampas. El bien y el mal condenados a enfrentarse aunque ocurra que los límites de ambos no estén tan definidos.

La autora de este prodigio es Patricia Esteban Erlés, premiada a menudo por lo que cuenta y condensa en pocas líneas, aunque cuando en un tiempo no muy lejano se puso de largo con la novela de nuevo un jurado volvió a aplaudir a rabiar. Creo que ella conoce mejor que nadie la pócima secreta, puesto que no hay más que perderse en el laberinto de sus líneas como para comprender que la música anida en ellas. Yo quiero que sea Patricia la que me cuente los cuentos e incluso entonces le permitiré que se divierta al verme estremecer. Sus palabras fluyen y envuelven dejando tras de sí un rastro que he visto salir disparado del papel y esparcirse por la habitación. Sin duda son vehículos capaces de atravesar extraños países imaginarios y serenas imágenes apátridas. Es una autora de verdad porque pisa fuerte sobre cimientos sólidos, enseñanzas que parten de los clásicos y con las que construye con imaginación y respeto.

Referirme a las ilustraciones es rendirme a ellas. Conocía algunos trabajos de Alejandra Acosta pero jamás me había quedado tan embobado como en esta ocasión. Ni aquí ni en ningún otro lugar, editado en tapa dura por Páginas de Espuma, es un libro hermoso de principio a fin que además ni empieza ni termina como nuestra intuición nos indicaba. Algunos de sus cuentos van a perdurar, lo sé, porque la composición es perfecta y merecen que cada generación se ocupe de que la siguiente los conozca. Al fin y al cabo, parecen ideados en épocas pretéritas y narrados alrededor de una hoguera buscando provocar un terror infinito. Brujas y ogros los sigue habiendo por todas partes, pero quizás en la literatura resulten más entrañables. Me atrevo a animarles, pues, a salir de paseo y disfrutar de los engendros que salgan a su encuentro.