Vinculada a los rituales de las creencias animistas (que pueden incluir ofrendas y sacrificios de animales), la música zar egipcia ancla sus orígenes en el periodo preislámico, procede del cuerno de África y no es bien tolerada por la ortodoxia islámica, ya que el papel de la mujer es en ella preponderante. De ahí que peligre su existencia, pues las presiones del sector conservador del islam son abundantes. Tanto, que en la actualidad prácticamente solo el grupo Mazaher (cuatro mujeres y dos hombres) la mantienen viva en Egipto.

Mazaher abrió el domingo en el Centro Cívico Delicias la edición de otoño del ciclo Bombo y Platillo, y su actuación supuso algo así como una catarsis colectiva, un exorcismo nada oscurantista con el que expeler todos los demonios que hemos ido acumulando durante la pandemia. Tal vez por eso el público no se resistió al baile al que incitó la formación, y unos cuantos espectadores entraron en danza a la búsqueda del éxtasis, de la curación por medio de la música. No sé cuántos de ellos expulsaron diablos o malos humores, pero sí tengo constancia de que el ceremonial emocionó a más de uno.

Los cánticos (muchos de ellos en modo responsorial, habitual en la música africana), acompañados por percusiones, ocuparon la primera parte de la actuación. Luego, en la segunda, cantos, bailes, percusiones, el rasgueo repetitivo de las cuerdas del krar (una especie de lira africana) y el peculiar sonido del entrechocar de pezuñas de cabra (mangour) que cuelgan de la cintura de quien las transporta. Un colocón, vaya.

Mazaher, además de representar el poder, expuesto públicamente, de la mujer en una sociedad dominada por hombres, nos transporta con su música ancestral, en la que la voz (las voces) y las percusiones remiten a lo primigenio, al origen; a la pregunta antropológica que se interroga por el otro. En cierta medida es una cuestión sobre las identidades. Y ya se sabe que ninguna de ellas está exenta de demonios.