Aparece José Luis Perales en el escenario vestido de sport sufrido (camiseta negra, pantalón y camisa abierta oscuros), abre los brazos en un gesto de acogimiento al numeroso y devotísimo público, y por un momento no sabes si va a cantar o dar una charla sobre inteligencia emocional. Opta por lo primero y lanza, en un juego novelesco de descubrir el final y luego pillar al asesino, Balada para una despedida. Y es que Perales, ese tranquilo señor de Cuenca al que Euterpe, la musa de la música, ha hecho rico y muy popular, se retira de los escenarios y está celebrando su última gira. De ahí que llene recintos y masajee corazones de todo género, sexo, edad y condición social. Perales es un humanista de mesa camilla con tantos adeptos como el jamón serrano.

Sí, ya sé que versos como “el amor es un espacio donde no hay lugar para otra cosa que no sea amar” (El amor) no son para ganar el Premio Nacional de Poesía, pero, cuidado, amigos, que no todo el mundo lee a Gil de Biedma. Perales llega al ciudadano al que no le molesta cierta moralina de historias sobre mujeres aburridas de sus maridos (Me llamas), de maridos fieles como gatitos que dicen a sus esposas que no olviden el paraguas cuando van a reunirse con su amante y se recrean en su propia desgracia (¿Y quién es él) y de estampas costumbristas de tardes de chocolate con madalenas (Cosas de doña Asunción). El mismo Perales a los que adoran los modernos por su canción Porque te vas, que volvió loca a la Pantoja con piezas como Pensando en ti, que puso a Raphael Frente al espejo, que asombró a Rocío Jurado con Qué no diría yo, y que por una vez hizo digerible a Mocedades con La llamaban loca. Perales, señoras y señores, cantautor con Celos de mi guitarra, tierno corazón infantil con Que canten los niños y ardiente defensor de los valores de la juventud (Gente maravillosa).

Todas esas canciones y algunas más cantó, bastante bien para sus 76 años (en un momento hizo un amago de saltar como Mick Jagger, pero no) el miércoles en la sala Mozart del Auditorio, acompañado por una banda competente, con un fondo de escenario de bucólicas retroproyecciones y cielos estrellados. Habló a los espectadores como quien se dirige a la familia la mañana de Navidad, y ellos le respondieron con sus mejores aplausos, sus mejores piropos, sus mejores movimientos de brazos, sus mejores coros y sus mejores móviles (grabando, haciéndose selfies…) “Me voy, pero seguiré componiendo (lo suponíamos), cuidando del huerto y jugando con mis nietos”, anunció. Y se marchó en Un barco llamado libertad, con un Te quiero. Y el público quiso besarlo, tocarlo y que le firmase cualquier cosa, incluso un talón sin fondos. Pero como las cosas no están para firmas, estampó una en un libro que le acercaron y desapareció como había entrado: como un señor de Cuenca tocado por unas musas que nunca se van de vacaciones. ¡Qué tío, este Perales, oye!