En febrero de 2019 Vicente Villarrocha presentó su segunda individual en la galería A del Arte. La llamó Evidenziatori, como la marca de rotuladores fluorescentes que Carmen Rodrigo, su compañera, había dejado en la mesa. Buen título, pensó, para evidenciar una singular relación temporal con el espacio. El espacio: Venecia. El tiempo: todo lo allí vivido. Espacio y tiempo confluyeron en aquella secuencia de pinturas, quizás las más autobiográficas, que eran los «sueños de vedutista»; en realidad, escribió Vicente, protegido en la firma de B. Gimeno, «fragmentos de un no lugar, arruinado», un «cementerio de felicidad», al decir de Proust.

Las huellas que Vicente Villarrocha pintó en muchas de sus obras, junto a puentes a la deriva, «sin otro lado», forman parte ya de la marca de agua de Venecia, la ciudad que le apasionó hasta el punto de convertirla en motivo de sus reflexiones sobre la Pintura, con mayúscula, asunto único de toda su obra y de su vida misma. Pintar, enseñar, escribir y hablar de pintura ocuparon sus mejores momentos, que compartimos con gozo.

Regreso a Venecia con Joseph Brodsky en esta fría mañana de invierno para sentir el aliento de Vicente, en el anhelo de imaginarlo en una noche desapacible pero invadido por una felicidad absoluta, cuando sus orificios nasales recibían el azote de algo que siempre había sido sinónimo de ese sentimiento, el olor de algas heladas. Nos veremos en Venecia, amigo.