Lo peor no es todo lo que ya ha pasado, que no es poco, desde que en marzo de 2020 (pronto va a hacer dos años) se decretara un confinamiento que se llevó por delante el poco equilibro cultural de subsistencia (me refiero económica, no creativa) y acabó exprimiendo todavía más a un sector que había soportado como había podido una extensa crisis y que empezaba a ver como sus esfuerzos empezaban a verse recompensados en la respuesta del público. Algo que no siempre va unido con la fortaleza económica de los proyectos como bien podrían explicar miles de protagonistas. Pero, al menos, el reconocimiento popular le estaba llegando a un sector que estaba mostrando su fortaleza artística en casi todas las direcciones.

Como decía, lo peor no es todo eso que ha pasado y que ya se ha contado en multitud de ocasiones y que se ha traducido en, resumiendo, pocas ayudas económicas, muchas pérdidas y un gran empuje cultural. Las cosas como son. Pero lo peor es, como casi siempre, el presente y mirar al futuro. El problema gordo (y creo que no sé si se le está dando la importancia que tiene) es que cuando se empezaba a levantar cabeza, el virus ha vuelto a atacar con fuerza y ha acabado forzando a más restricciones en un sector que está teniendo que suspender multitud de conciertos (las salas vuelven a ser las grandes perjudicadas) y cuyas giras teatrales empiezan a estar también en el alambre. Recordemos que las restricciones actuales caducan, en teoría, el 15 de enero. Sin embargo, parece más que evidente que están se van a alargar, estirando con ellas el silencio musical que, en esta ocasión, sí puede acabar definitivamente con el último empuje que le quedaba a algunas salas de la ciudad.

No entro a debatir si las medidas son justas, adecuadas o si habría alguna otra manera de tratar de arrinconar al virus en lugar de señalar a un determinado sector del que se da a entender que es uno de los pocos culpables de los contagios masivos que, por otro lado, se está comportando de una manera bastante modélica. Lo que sí creo que es conveniente tener claro que la consecuencia directa de todo esto es incertidumbre. Que el pasado ya sabemos cómo acabó, que el presente parecía algo más esperanzador pero se ha vuelto a oscurecer y que el futuro ahora mismo no sabemos qué color puede tener. Es necesario tratar de contener al virus pero parece que ahora mismo el peligro no es pensar en que esta situación ya se ha vivido sino en que, ahora quizá sí, no haya salida.

Y es que tras las Navidades, la gente se suele retraer más a la hora de hacer planes (también culturales) y ya es tradición que cueste mucho más, en situaciones normales, movilizar al público. ¿Qué implica eso? Que cuando más difícil es conseguir que la gente reaccione, menos oferta va a haber para conseguirlo. Y si en sí, eso podría pensarse que puede servir para redirigir los esfuerzos a quizá épocas del año más benevolentes para los planes nocturnos, la realidad es bien diferente. La ausencia de oferta tiene el gran peligro de instalar en el imaginario colectivo la impresión de que no hay nada que hacer y de que ya no lo habrá. Es decir, no solo de desandar buena parte del camino realizado en los últimos diez años hasta marzo de 2020 sino retrotraerse a otras épocas más oscuras en las que la oferta era solo una y, por supuesto, mucho más pobre y teledirigida. Creo que nadie quiere volver a eso.

Ah, y no olviden, por favor, que las galerías y museos siguen abiertos y con una oferta artística que no ha perdido un ápice de interés a pesar de todo.