Costaba imaginar, no hace mucho, que el Auditorio de Zaragoza podría volver a estar tan lleno. Desde la entrada y hasta la última butaca, un aluvión de gente ha desbordado el photocall, el puesto de merchandising y la propia sala Mozart. ¿La razón? Ricardo Arjona.

La espera al ídolo ha sido colorida: todos los países de Latinoamérica se han reunido por el cantautor guatemalteco. Los focos, que se han ido encendiendo al ritmo de los acordes, han presentado a unos músicos que han recibido la merecida ovación. Y todavía, sin aparecer, el gran protagonista.

Cuando la reconocible melodía de Si yo fuera ya se repetía por tercera vez, el cantante ha hecho acto de presencia. El silencio de los instrumentos ha contrastado con la magnitud de los chillidos y los aplausos. Un foco blanco solo para él y la inamovible sonrisa de Arjona recorriendo cada butaca, cada bandera, cada asistente.

Era imposible que una banda y un equipo técnico de tal magnitud sonase mal. Y Arjona, firme en su postura de galán en todas sus piezas, ha elevado la altura de un espectáculo que no ha defraudado a nadie. 

Los asientos de la Mozart no han compartido mucho tiempo con sus teóricos inquilinos. Arjona, que se mueve en la fina línea que separa a los cantautores de los artistas de pop suave, ha sabido transformar sus baladas y canciones de amor en piezas de baile. Ha subido el ritmo la banda, lo ha subido el cantante y lo ha redondeado un público entregado a un hombre que, para muchos, rozaba la categoría de deidad. Cada palabra y cada mirada del guatemalteco se ha convertido en gritos y amagos de desmayo.

Arjona, firme en su postura de galán con su sonrisa inamovible, ha rozado la categoría de deidad para muchos de los asistentes.

Y es que el propio artista lo ha explicado: «Son muy valientes a oscuras, pero cuando se enciende la luz...». Todos han querido entregarle regalos y las pocas que lo han conseguido, tres mujeres en la primera fila, han temblado ante el contacto de Arjona. Quizá su sonrisa, quizá su actitud han sido las culpables.

Mientras tanto, el cambio del pop a la canción de autor era fluido. No ha importado si al piano, a la guitarra o como vocalista, Arjona ha defendido todos y cada uno de sus éxitos con su pulido talento y con la experiencia de más de tres décadas sobre el escenario. 

Buscando la felicidad en todo momento –«Somos un remanso de paz y la prueba de que puede haber algo diferente a lo que hoy vivimos ahí fuera– e incluso amagando con llevar el show más allá de lo meramente musical: «Este de aquí arriba está para lo que a ustedes les dé la gana».

Una hora y media seguro les ha parecido poco al público que este jueves ha abarrotado toda la sala Mozart del Auditorio. Un repertorio de veinte canciones no parece suficiente para un artista que ha conseguido recordar que los espacios escénicos se pueden volver a llenar con relativa facilidad. 

Ricardo Arjona ha sido la razón por la que tanta gente, de todas las puntas de América Latina, ha decidido pasar la noche en un concierto. Aunque, visto lo visto, más que de razón, se puede hablar de auténtica devoción.