Estaba ya el concierto de Pablo Milanés en su recta finalísima cuando el cantautor abordó Para vivir (“Muchas veces te dije que antes de hacerlo había que pensarlo muy bien / Que a esta unión de nosotros le hacía falta carne y deseo también”), una de sus grandes canciones, y la espectadora que ocupaba el asiento de mi derecha, que durante toda la actuación se había dejado las manos aplaudiendo, soltó un sonoro y articulado suspiro: “¡Ay, dios mío!” No pasó a mayores la emoción, pero me pareció que ese soplo era como el epítome de la respuesta del público que el sábado acudió al Auditorio de Zaragoza para escuchar al cantautor cubano

Milanés, 79 años, un cuerpo castigado por la enfermedad y una voz por la que parece que tiempo no ha pasado, cantó y convenció con un programa de 20 canciones (alguna, escrita en 1964) atravesadas por la nostalgia, el amor, el desamor, la pérdida de las ilusiones de juventud y el deseo de que las cosas pueden cambiar. Ocasionalmente tocó la guitarra, pero la sólida base musical de su concierto recayó en dos intérpretes excepcionales: el pianista Miguel Núñez y la chelista Caridad Rosa Varona. Con esa formación, Milanés ofreció un concierto casi de cámara (“de camarilla”, me había dicho un día antes, dado lo menguado de la instrumentación).

El que, con Silvio Rodríguez, fue uno de los representantes más mediáticos y solventes de lo que se llamó Nueva Trova Cubana, es hoy un artista atemperado por la edad, que se mueve entre el desencanto de lo que pudo haber sido y no fue, el convencimiento de que el amor es un arma cargada de futuro y el ingenuo pensamiento de que las dictaduras se combaten arrollando a los tiranos con flores. Y ahí sigue, cantando Comienzo y final de una verde mañana (es autor de algunos de los títulos más largos del cancionero popular contemporáneo en español); Los males del silencio, con un delicado comienzo de contradanza-danzón; Si ella me faltara alguna vez; Cuando tú no estás (una de esas piezas que podría haber formado cualquier cantante melódico); De qué callada manera, un son sobre un poema de Nicolás Guillén; El tiempo, el imposible, el que pasó (otro título para tesis doctoral)…

Pese a lo que se podría considerar una ruptura con la tradición por parte de los cantautores de la Nueva Trova, Milanés, de la misma manera que ha tomado a Guillén como inspiración para sus textos, ha buceado en el rico patrimonio musical cubano (danzón, son, filin’…) más que el resto de sus colegas, y lo defiende con entusiasmo. Seguimos: una canción de corte pop cuyo título no logro recordar precedió a una composición con letra del poeta asturiano Ángel González (Alga quisiera ser). Siguieron la desencantada Diario de noticias; La soledad; Flores del futuro, tocada en un raro compás de blues, en la que brilló el piano de Miguel Núñez; la espléndidamente musicalizada Nos vamos poniendo viejos; Hay; dos canciones con Cuba en el corazón (Nostalgias y Los días de gloria); la antiquísima Ya ves que sigo pensando en ti; Cuando el corazón; Amor (una de sus interpretaciones más sobresalientes); Para Vivir (“ay, dios mío”, ¿recuerdan?); la muy esperada Yolanda, con el apoyo vocal del público) y El breve espacio en que no estás.

No todo el concierto de Pablo Milanés refulgió con la misma intensidad; tuvo incluso momentos de bajón; pero no fue una actuación de circunstancias. Así lo entendió, fervores al margen, el público, que despidió al artista puesto en pie, con bravos por doquier y aplaudiendo a rabiar. Por cierto: no fueron pocos los espectadores que hicieron caso omiso de la advertencia de que los conciertos no se deben fotografiar ni grabar: los terminales iban que ardían. Puede que los del móvil no estuvieran enterados de que Castro, que abolió en Cuba los derechos de autor, hace tiempo que abandonó el edificio.