No tengo ningún rubor en afirmar que, para mí, una de las mejores escenas cómicas de la historia del cine es aquella de La vida de Brian en la que surge la pregunta a modo de desprecio de «¿Qué han hecho los romanos por nosotros?». La respuesta se la dan ellos mismos, «el acueducto, el alcantarillado, las carreteras, la irrigación, la sanidad, la enseñanza, los baños públicos, el orden público... ¡la paz!». Hoy se celebra el Día Mundial del Teatro, un arte del que es difícil señalar su origen porque, probablemente, desde que el ser humano es ser humano, existe. Una onomástica (siempre tiene lugar el 27 de marzo) que llega en un momento delicado para las artes escénicas, no tanto por su buena salud creativa y por la mental que aporta al público sino por todo lo que se ha llevado por delante la pandemia.

La pérdida de público en estos dos años ha hecho daño a las salas y, por tanto, a las compañías aunque, para ser justo hay que señalar que el público no ha abandonado el teatro. Cuando se volvió a programar allí estaban los espectadores y, con sus vaivenes lógicos, siguen llenando muchas de las funciones que se programan en la comunidad. El problema no vino tanto por ahí sino por las restricciones de aforo y por la caída de actividad de las compañías. Afortunadamente, parece que todo va volviendo a la normalidad y las salas aragonesas, a las que hay que agradecer siempre su buen hacer y el que no fallen nunca muchas veces contra viento y marea, empiezan a tener mejor color.

Pero hoy, Día Mundial del Teatro (en Aragón se celebra mañana con la tradicional gala que Ares organiza cada año en el Teatro de las Esquinas de Zaragoza), deberíamos pararnos a pensar el motivo por el que siempre volvemos al teatro. O, por lo menos, por lo que deberíamos regresar cuantas más veces, mejor.

El teatro, las artes escénicas en general, incluso las obras que a priori parecen más inocentes. Nos enfrenta con nuestra propia realidad, con nuestras realidades ocultas e incluso nos pone cara a cara con nuestros miedos. Se trata de una celebración colectiva en la que, sin embargo, cada uno de los intérpretes me cuenta su historia a mí y solo a mí en un espacio en el que los demás prácticamente no cuentan porque mi entrada me da derecho a mirar en mi interior, a conocerme mejor y también, cómo no, a pensar que quizá todavía hay esperanza.

Las artes escénicas en toda su extensión cuidan el espíritu, agrandan las heridas cuando es necesario para que empiecen a sanar y practican una empatía provocadora con el público que muchas veces hace que uno ya no vuelva a ser el mismo después de determinadas experiencias teatrales. En Aragón no solo contamos con una rica red de salas de exhibición sino que, probablemente, y lo digo sin ningún rubor, tenemos una actividad teatral en forma de compañías de altísimo nivel que ya querrían otros muchos lugares de España. Y eso que no es sencillo mantener con dignidad (sobre todo, económica) una oferta teatral de calidad, de gran nivel y variada, desde la periferia. A eso también nos ha empujado la globalización, a que sobrevivir fuera de los dos grandes epicentros teatrales del país sea muy complicado. Pero se puede. Aragón es una muestra de ello.

Y eso es posible, cómo no, por la respuesta de un público exigente pero abierto y, sobre todo, deseoso de confrontarse con la otra realidad. Hoy es otra vez 27 de marzo y precisamente porque el mundo no pasa por su mejor momento, creo que es un día ideal para preguntarnos en voz alta, ¿qué ha hecho el teatro por nosotros?