El Periódico de Aragón

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MÚSICA EN DIRECTO

La crítica de Javier Losilla: José Mercé y el vaivén del canon flamenco

El artista primó más el grito que el detalle y la sinuosidad del cante en el concierto que ofreció el lunes en el Teatro Principal

José Mercé, en el concierto que ofreció el lunes en el Principal. ANDREEA VORNICU

José Mercé se ha distinguido en su carrera por saltarse, cuando lo ha considerado necesario, las reglas de la ortodoxia de lo jondo y entrar en el terreno de la canción más o menos aflamencada. Así ha llegado a públicos a los que el canon podía asustar, y entre palo y canción ha desarrollado una trayectoria sin grandes sobresaltos.

Por eso uno no entiende por qué se mete sin necesidad en charcos que lo único que hacen es reflejar contradicciones. Obviemos sus declaraciones sobre el trabajo de Rosalía (aunque luego ha grabado con Mala Rodríguez), y vamos al concierto que el lunes dio en el Teatro Principal entre aplausos y vítores de un público entregado.

Defendió sin que fuera necesario (se defienden solos) la necesidad de seguir interpretando palos clásicos y ya, venido arriba, declaró que el flamenco es la «marca España». Será, si él lo dice, aunque no es asunto que se zanje en un minuto. Sí aclaro, para que no haya dudas, que el artista que en el siglo XXI canta cosas como «naide» (por nadie), idiolecto de cuando los cantaores eran iletrados, no me representa. Y creo que al país tampoco.

Así, en pleno subidón de la marca España, Mercé, que primó más el grito y el esfuerzo que la sinuosidad y el detalle de otros tiempos, se estrenó con unas malagueñas de Enrique el Mellizo, siguió por solea, continuó por segurillas y pasó luego a los fandangos. Creyó entonces, supongo, que ya había cumplido con el puñetero canon, y el asunto se puso festivo: salió al escenario el trío del compás y llegaron las alegrías, su versión de Al alba, unas larguísimas bulerías de ocasión (bailecito y cante sin micro al borde del escenario incluidos) y Aire («el que yo necesito», comentó) para cerrar la velada. 

El público quería más, pero ahí quedó la cosa, exceptuando un breve cantecito con una letrilla sobre la Virgen del Pilar. Y entre ortodoxia y cachondeo, una guitarra se alzó, como escribiría Galdós, serena, sin estridencias, pero con emoción, talento, gusto y sabor clásicos: la de Antonio Higuero, Bravo por él. 

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