«Y los ángeles ígneos cayeron. Profundos truenos se oían en las costas, ardiendo con los fuegos de oro». Dylan enfadó a los dioses el miércoles en Logroño. Comenzó su concierto y arreció la tormenta, y el resplandor de los relámpagos se coló por las ventanas y las claraboyas del Palacio de Deportes de La Rioja. Pero ahí estaba el bardo de Minnesota apabullando a los espectadores tras un inicio ('Watching The River Flow') algo caótico, con su voz muy en segundo plano y baja de volumen.

Hace cuatro años, en uno de sus conciertos en Viena, Dylan paró la actuación para protestar por el acoso de los flashes de los móviles. Pasó la pandemia y de vuelta a la carretera se le ocurrió lo de la funda para terminales. Y así está haciendo este tramo de su gira interminable: obligando al espectador a mantener el móvil inactivo durante el concierto. Hay que anotar que se agradece la decisión.

Pero los dioses no abrieron su caja de truenos y relámpagos por la ausencia de flashes, no; lo hicieron porque un tipo de 82 años los estaba desafiando mostrando lo que parece una innegable inmortalidad en vida, valga la expresión, pues la otra la tiene asegurada hace años. Parapetado tras el piano (ahora sentado, ahora de pie), arropado por el grupo cuyas riendas lleva su fiel bajista Tony Garnier, con una iluminación casi nadir (a ras de suelo), expresionista y muy discreta, de ardiente oscuridad, Dylan, de buen humor, pletórico de voz, y de buen ánimo (bromeó en la presentación de los músicos), facturó casi dos horas de música fascinante, revisando piezas de 'Rough And Rowdy Ways', su disco con canciones originales más recientes, y otros suculentos paseos por piezas más antiguas. Fue una apuesta básicamente de blues, en la que ahondó en el detalle y estiró los límites.

Intensidad de la velada

Si 'Most Likely You Go Your Way (And I’ll Go Min)' y 'I Contain Multitudes' marcaron tras el inicio la intensidad de la velada, 'False Prophet' y 'When I Pain My Marterpice' subieron el nivel. La delicadeza de 'Black Rider' dio paso a un potente 'My Own Versión of You'. Los puentes instrumentales arrollaron en las vibrantes 'I’ll Be Your Baby Toning' y 'Crossing The Rubicon'. El ambiente 'honky tonk' hizo su aparición en 'To Be Alone With You' (violín incluido). 'Key West (Philosopher Pirate)', con cadencias jazz, sacó el alma del crooner de Nueva Orleans de Dylan, y la no muy apreciada 'Gotta Serve Somebody' revivió con una revisión apabullante. La balada 'I’ve Made Up My Mind to Give Myself to You' dio un respiro antes del country-rock rabioso 'Tweedle Dee & Tweedle Dum'. Y en la recta final, una magnífica 'Mother of Muses', el arenoso blues 'Goodbye Jimmy Reed' y otra vuelta de tuerca para 'Every Grain of Sand', del disco 'Shot of Love', en la que Bob sacó la armónica y el público, sus mejores aplausos.

Y llegó el final. Dylan, sin sombrero (no lo usó en todo el concierto), con el pelo más corto de lo que en él es habitual, y dejando ver, ahora sí, el peso de la senectud, abandonó el piano para acercase al proscenio a saludar. Y entonces los dioses y nosotros descubrimos que el bardo inmortal no lo es tanto. Y cesaron la lluvia, los truenos y los relámpagos. Pero al diablo con esa imagen que no quedó registrada. La memoria archivó la grandeza musical de un tipo que durante casi dos horas había logrado cabrear a los dioses y asombrar a los humanos. ¡Dale, Bob!