Guardando las distancias: La (poca) inteligencia de la industria cultural

Urge defender la creación por encima de cualquier análisis de rendimiento económico

¿Primamos la cantidad a la calidad en la cultura contemporánea?

¿Primamos la cantidad a la calidad en la cultura contemporánea? / EL PERIÓDICO

Daniel Monserrat

Daniel Monserrat

ZARAGOZA

Estamos en un momento complicado en el mundo. Y no me refiero (únicamente) a la guerra global (y no solo armamentística) en la que está inmerso el planeta mires a donde mires. Ni siquiera me refiero a las diferentes crisis que están a un paso de desbordar la vida tal y como la conocemos (ahí están las multitudinarias manifestaciones de este sábado por un acceso a la vivienda justo y posible para la mayoría). En estas líneas quiero detenerme en el cada vez más complicado acceso a la cultura transitando por esa fina línea en la que se ha convertido esa frontera entre la cultura y el evento, entre la necesidad y la industria, entre el adoctrinamiento y la supuesta libertad. Contradicciones que día a día nos encontramos en el mundo que habitamos y que (no echemos balones fuera) hemos construido (en mayor o menor responsabilidad) entre todos.

No le voy a descubrir nada a nadie pero la cultura hace tiempo que vive atrapada en la espiral de rentabilidad económica, de porcentajes del PIB, de su posibilidad de crear puestos de trabajos, de su impacto económico e incluso de su facilidad para generar turismo. Argumentos a los que se ha tenido que agarrar la cultura conforme el carácter liberal y capitalista de la sociedad ha ido ganando terreno. De repente, sin que tenga un sustento teórico real desde la propia concepción de la cultura, todo se empezó a medir por el rendimiento que daba. Pero, claro, por el rendimiento económico. ¿Qué hizo la cultura? Elevar su apuesta industrial y sacar las uñas para defender que ella también tenía capacidad económica para defender ante la sociedad que su propuesta se merecía el apoyo, principalmente económico, de las instituciones.

Y, a partir de ahí, intencionadamente o no, el paso a que los grandes eventos que buscan la espectacularidad y el impacto instantáneo y no duradero empiecen a copar el protagonismo en todos los lados, estaba mucho más cerca.

Consecuencias directas

Las consecuencias directas de todo esto son varias, pero la más preocupante en mi opinión es el arrinconamiento de la creatividad. Nadie te quita la libertad de generar la cultura que tú consideres o que creas, pero, al mismo tiempo, nadie quiere crear para vivir en la indigencia, para que su trabajo pase a ser poco más que un hobby del que se pueden malvivir porque no entras en el circuito de la espectacularidad. O_lo que es lo mismo, no entras en el porcentaje del PIB de la economía, eso que está tan de moda y que no ha traído (casi) ninguna noticia positiva a este mundo.

Pero, además, cuando uno cree en la cultura como mera forma de representación del mundo para generar una actividad económica, desactiva cualquier intento de cambiar el mundo a través de ella. Y no digo que deba ser un objetivo per se de la creación cultural, pero no me cabe ninguna duda que la uniformidad no ha traído nada bueno a la vida en este planeta nunca. Y a la cultura, tampoco. Por supuesto.

En este contexto, la industria (en un sentido amplio: educativa, tecnológica, productiva) ya no se nutre de la cultura como fermento, sino que queda subordinada a un modelo de entretenimiento permanente. La cultura deja de ser un espacio común desde el que pensar el futuro, para volverse un flujo constante de presente sin espesor. 

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