Guardando las distancias: Todos los caminos llevan a Labordeta
Urge no olvidarse de los que defienden la cultura como forma de estar en el mundo

Una imagen del documental ‘Labordeta, un hombre sin más’. / EL PERIÓDICO

Hay figuras que se empeñan en quedarse. Que atraviesan los años, los gobiernos, las modas, y permanecen. No como espectros del pasado, sino como presencias obstinadas, necesarias. José Antonio Labordeta es una de ellas. Ahora, cuando se acaban de cumplir 50 años desde que se publicara su célebre 'Canto a la libertad' y más de una década después de su muerte, sigue en la conversación, en las aulas, en las calles, en los cánticos espontáneos de una manifestación. ¿Por qué? Porque Labordeta representa algo que escasea: autenticidad, ternura combativa, memoria con futuro.
Él fue muchas cosas: profesor de instituto, poeta, cantautor, parlamentario, viajero de televisión, militante, aragonés universal. Pero por encima de todo fue un hombre profundamente decente. Y eso, en los tiempos que corren, es revolucionario. Lo fue entonces y lo es ahora. No tenía una voz bonita, ni una estética calculada. Tenía verdad. Y la verdad no necesita adornos.
La medida del espectáculo
Hoy, cuando la política es espectáculo y la cultura se mide a través de todo lo que no se debería mirar, la figura de Labordeta se vuelve incómoda. Porque interpela. Porque recuerda que se puede hacer política sin dejarse el alma por el camino, sin renunciar al pensamiento, sin hablar solo para convencidos. Porque señala que la cultura, si no sirve para cambiar algo —aunque sea el ánimo de una sola persona—, está vacía.
Él entendía que la raíz no es una frontera, sino un punto de partida. Su aragonesismo no era cerril ni excluyente: era un anclaje afectivo y político en la tierra, en la gente, en los olvidados. Por eso sigue vivo en cada maestra rural, en cada joven que escribe versos en una lengua que casi no se enseña, en cada agricultor que se siente despreciado por los despachos. No hablaba por el pueblo. Hablaba desde el pueblo. Esa diferencia lo es todo.
Su célebre «a la mierda» en el Congreso es recordado como un gesto de hartazgo. Pero fue, sobre todo, un acto de limpieza moral. De ruptura con la hipocresía, de defensa de la dignidad frente al desprecio. Aquel exabrupto —tan medido, tan merecido— no fue vulgaridad: fue justicia. Y hoy, en una España donde la crispación es norma pero la valentía escasea, sigue resonando con fuerza. Lo que dijo entonces podría decirse ahora, palabra por palabra. Y dolería igual.
¿Y la cultura crítica?
Más allá de los homenajes —siempre justos, aunque a veces edulcorados—, la figura de Labordeta invita a preguntarnos por el lugar que ocupa la cultura crítica en nuestra sociedad. ¿Qué queda del legado de quienes pensaron la cultura como servicio público, como resistencia, como motor de cambio? ¿Quién canta hoy a los desheredados sin esperar nada a cambio? ¿Quién recorre el territorio sin convertirlo en fondo de pantalla?
Labordeta nos enseñó a mirar el país desde abajo, a paso lento, sin prisa. En tiempos de velocidad histérica, de algoritmos y discursos enlatados, su voz templada —ronca, emocionada, a veces rota— es más necesaria que nunca. Porque habla de lo que importa: del trabajo, de la tierra, de la memoria, de la justicia, de los abrazos.
Y el 'autotune'
La cultura oficial intenta convertirlo en estatua, en nombre de instituto, en logo. Pero él se escapa por las rendijas. No se deja atrapar. Porque su herencia no es un pedestal, sino una actitud: hacer las cosas con honestidad, con belleza, con implicación. Decir lo que se piensa. Defender al débil. Amar sin servidumbres.
En realidad, Labordeta sigue en cada canción que emociona sin necesidad de 'autotune'. En cada estudiante que descubre que «habrá un día en que todos» es más que un verso: es una promesa que sigue esperando ser cumplida. Porque como él mismo escribió: «Somos como esos viejos árboles / batidos por el viento que azota desde el mar...», pero que siguen en pie.
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