Guardando las distancias: De dinero se habla solo cuando me interesa

Si la sociedad mide todo por el rendimiento económico, debatamos abiertamente de ello

Vilas cree que uno de nuestros problemas es que no se habla de dinero.

Vilas cree que uno de nuestros problemas es que no se habla de dinero. / JAIME GALINDO

Daniel Monserrat

Daniel Monserrat

ZARAGOZA

Recuerdo la última entrevista que le realicé a Manuel Vilas por su última publicación, 'El mejor libro del mundo', y me viene a la mente que, en un momento dado, expresó su lamento de que en la sociedad española no se hable de dinero, algo heredado «de la tradición judeocristiana». Considera que ese es uno de los males que tenemos porque eso condiciona mucho la forma de vivir y de estar en el mundo. Me viene ese pensamiento tras escuchar su intervención en el podcast 'El tercer acto' (dirigido por Fernando Navarro en un proyecto de el diario 'El País') en el que vuelve a aludir a este hecho, además de reflexionar en voz alta sobre muchos otros aspectos.

Me quedo yo dándole vueltas al tema del dinero y de la tradición judeocristiana y, enseguida (como pasa con casi todo en esta sociedad del siglo XXI) doy con la gran contradicción que es haber construido un mundo en torno al dinero, pero sin querer hablar de él, poco menos que esconderlo públicamente. Es decir, (casi) todos los medidores que damos por válidos y con los que contamos para valorar las cosas giran en torno a dinero y a su rendimiento económico, pero luego es de mala educación o está mal visto hablar del coste de las cosas, de los salarios (justos o no) o de los problemas para llegar a fin de mes.

Así, el hecho cultural —ese sistema en el que creadores, instituciones, periodistas y público conviven— ha heredado una hipocresía antigua: hablamos de vocación, de compromiso, de amor al arte, pero no hablamos de facturas, de contratos, de cifras. El dinero, que lo permea todo, se convierte en fantasma.

La banca siempre gana

Y eso tiene consecuencias. La primera, la precariedad. Porque lo que no se nombra, no existe. Y lo que no existe, no se defiende. El creador que no pone precio a su trabajo acaba regalándolo. El trabajador cultural que calla sus condiciones perpetúa el abuso estructural. El silencio, en estos casos, no es virtud: es complicidad con un sistema que se sostiene en la niebla, y que, curiosamente, suele medir los rendimientos por lo que se genera económicamente. Ya saben, la banca siempre gana.

Pero también afecta a la propia creación. Si el dinero (y me refiero a la retribución laboral) no forma parte del discurso cultural, si se relega a lo marginal o lo vergonzante, entonces la cultura corre el riesgo de desconectarse de lo real. El 'salario' —su presencia o su ausencia— determina decisiones creativas, temas, formatos, audiencias. No hablar de él es no hablar del cuerpo de la cultura. Solo del alma. Y eso, en un mundo que ya no se puede permitir más idealismos huecos, es un lujo reaccionario.

La base de las miserias

Siguiendo por la tradición judeocristiana, que nos guste o no, está en los pilares de nuestra sociedad, en la Biblia ya se podía leer: «El silencio sobre el dinero es la raíz de muchas miserias». Y es que mientras no se hable de lo que cuesta la creación cultural, mientras no se permita abrir ese debate para que todo el mundo entienda que nada es gratis y que el beneficio social también importa, seguiremos caminando en una realidad bastante alejada del centro en lo que se debería basar cualquier sociedad, el ser humano.

Hace no muchos años hasta costaba saber cuánto costaban algunas de las acciones culturales que realizaban los gobiernos. Eso parece que está superado y nadie duda de que es un dato que deber ser, obviamente, público. Ahora se necesita ir mucho más allá. 

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