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Guardando las distancias: Ojalá vuelva la censura

Hay que devolverle al arte el riesgo y la astucia que tenía cuando debía esconderse

'Viridiana', de Luis Buñuel, un claro desafío a la censura.

'Viridiana', de Luis Buñuel, un claro desafío a la censura. / EL PERIÓDICO

Daniel Monserrat

Daniel Monserrat

ZARAGOZA

No, no quiero que vuelva la censura. Faltaría más. Pero a veces uno se descubre pensándolo, en tono de broma, claro: ojalá volviera la censura. No por nostalgia del silencio, sino por nostalgia del ingenio. Porque había algo en aquella tensión entre el poder y la palabra que obligaba a afilar el pensamiento, a buscar rodeos, metáforas, dobleces. A escribir con el corazón latiendo más rápido.

Cuando todo estaba prohibido, cada frase era una pista. Cuando no se podía decir dictadura, se hablaba de la sombra. Cuando no se podía filmar el deseo, se sugería con un vaso de agua que caía al suelo. Esa necesidad de burlar el control generó una cultura de la insinuación, del símbolo, de la inteligencia lateral. Los censores, sin quererlo, estimularon la imaginación de los artistas. El poder no sabía que cada corte abría una grieta, y por esas grietas se colaba el pensamiento.

Hoy gozamos, en teoría, de plena libertad. Nadie te detiene por escribir un poema o filmar una escena incómoda. Pero algo se ha adormecido. No hay peligro, ni fricción, ni urgencia. El arte, al perder enemigos visibles, parece haber perdido también parte de su hambre. La autocensura ya no viene de un despacho oscuro del Ministerio de Información, sino de una pantalla luminosa: el miedo al algoritmo, al linchamiento digital, a no gustar lo suficiente.

No acuso, reflexiono

No es una queja nostálgica ni una acusación. Es una sensación compartida en muchos ámbitos: el arte contemporáneo —en buena parte de su producción— parece haberse instalado en la corrección. Todo está bien hecho, bien producido, bien pensado. Pero falta riesgo. Falta esa electricidad que hace que una obra moleste un poco. Que provoque una incomodidad fértil.

La censura externa, brutal y visible, obligaba a la cultura a moverse. La actual, difusa y amable, la invita a quedarse quieta. Los artistas de entonces tenían miedo de hablar; los de ahora, miedo de aburrir. Pero entre ambos miedos hay una diferencia fundamental: el primero generaba rebeldía, el segundo genera prudencia. Y de la prudencia rara vez sale arte memorable.

Por supuesto, hay excepciones. Las hay y las habrá siempre. Escritores que siguen buscando los límites del lenguaje, cineastas que aún filman sin pedir permiso, músicos que se arriesgan a desafinar el consenso. Pero incluso ellos se mueven en un contexto que penaliza la disidencia no con cárcel, sino con indiferencia. Antes, el castigo era el silencio impuesto; hoy es el silencio mediático.

Ironía melancólica

Quizá por eso surge, de vez en cuando, esta ironía melancólica: ojalá volviera la censura. No para callar, sino para despertar. Para volver a sentir que la palabra importa, que la imagen duele, que una canción puede incomodar al poder —sea el que sea—. No hace falta una censura literal, claro, sino simbólica: un conflicto que nos devuelva la conciencia de estar diciendo algo que podría no gustar.

La cultura no está muerta, pero sí anestesiada por la abundancia. Hay tanto que ver, leer, escuchar, que todo se confunde en un mismo murmullo amable. Quizá la verdadera censura del siglo XXI no sea la prohibición, sino la saturación. No nos silencian: nos distraen.

Y, sin embargo, bastaría con recuperar una chispa de peligro. Recordar que crear es exponerse, que el arte vale la pena cuando deja cicatriz. No necesitamos censores, sino coraje. No prohibiciones, sino preguntas. No miedo al escándalo, sino deseo de verdad.

Así que sí, ojalá volviera la censura. Pero solo como fantasma, como provocación, como espejo que nos recuerde que la libertad no sirve de nada si no hay algo que desafiar. Porque la cultura, cuando se vuelve cómoda, deja de ser cultura para convertirse en decoración. Y eso sí que debería estar prohibido.

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