Guardando las distancias: El ¿falso? milagro de la música en vivo
Mientras se disparan los datos, las salas siguen luchando para sobrevivir

La lata de bombillas acaba de cumplir 25 años. / JAIME ORIZ

«Nunca se habían vendido tantas entradas y no dejan de cerrar salas». La frase no es mía, es de Javier Benito, presidente de Aragón en Vivo, al recoger esta misma semana un premio Aúpa en el BIME de Bilbao en nombre de su sala, La lata de bombillas.
¿Es alarmista? La frase resume en una línea el desconcierto que atraviesa la música en directo en España. Vivimos una edad dorada de los conciertos… y, al mismo tiempo, una edad no tan perfecta para las salas que los sostienen. La paradoja no es retórica: es la radiografía de un modelo cultural que crece por un lado y se agrieta por otro.
Unas buenas cifras
No hay mentira en sus palabras. Hay más conciertos que nunca. Los datos lo confirman: solo en Aragón, las salas asociadas programaron más de 1.500 actuaciones en 2024, con más de 170.000 asistentes. En Zaragoza, espacios emblemáticos como La lata de bombillas han cerrado su 25.º aniversario con llenos continuos y más de 5.000 personas pasando por sus puertas. El público responde. Hay hambre de música en vivo, deseo de experiencias compartidas y necesidad de contacto real tras años de pantallas y algoritmos. Todo eso es verdad.
Y sin embargo, las salas no dejan de estar en el alambre. Las razones son conocidas, aunque a menudo se esquivan. Las pequeñas salas viven entre márgenes cada vez más estrechos: alquileres disparados, licencias complejas, normativa de sonido que las asfixia, costes energéticos y una competencia feroz del ocio generalista. A todo eso se suma un fenómeno reciente: el éxito de los grandes formatos. Los macrofestivales, los conciertos en recintos gigantes y las giras de grandes artistas concentran atención, inversión y patrocinio. El crecimiento existe, pero está desequilibrado. Hay más conciertos, sí, pero menos escenarios donde crecer desde abajo.
¿Qué está en riesgo?
Lo que está en riesgo no es solo un tipo de local: es una forma de cultura. Las salas pequeñas son los laboratorios del directo, los lugares donde un grupo puede equivocarse, probar, afinar, encontrarse con su público sin mediaciones. Cada vez que una de ellas cierra, no solo se pierde un negocio: se deshilacha el tejido que hace posible que mañana exista un nuevo Bunbury, una nueva Amaral o un nuevo artista local capaz de llenar un teatro. Los estadios no fabrican escenas: las salas, sí.
Benito lo expresa desde la trinchera. Al frente de una asociación que agrupa a buena parte del circuito aragonés, defiende que estas salas deben ser reconocidas como infraestructura cultural, no como simples bares con música. Y tiene toda la razón. Si se considera cultura a un museo o a un auditorio público, ¿por qué no a los espacios que programan 200 conciertos al año con entrada asequible y artistas emergentes?
El consumo cultural aumenta, pero la estructura que lo sostiene se precariza. Es como celebrar que hay más lectores cuando las librerías cierran. Un indicador mejora mientras el ecosistema se empobrece.
¿Y quién gana?
De fondo late una pregunta incómoda: ¿quién se beneficia de esta bonanza del directo? Si los artistas cobran poco, las salas sobreviven al límite y el público paga cada vez más, alguien está ganando en otra parte del circuito. La música en vivo es un negocio en expansión, pero el dinero no siempre llega a quienes la hacen posible.
Por eso las palabras de Javier Benito deberían tomarse no como un lamento, sino como una alerta cultural. Cuidar las salas pequeñas no es una cuestión de nostalgia: es una estrategia de futuro. Son el semillero, el refugio, el laboratorio. Si las dejamos caer, dentro de unos años miraremos atrás, recordaremos sus nombres y nos preguntaremos cómo fue posible que, en el momento de mayor abundancia, dejáramos morir la raíz.
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