Tal día como hoy, en 1377, el aragonés Juan Fernández de Heredia fue investido en Roma como Gran Maestre de los hospitalarios, aquellos monjes guerreros que defendían el cristianismo por las armas, combatiendo a los musulmanes. Este señor fue amo y señor de media Europa, manejó los hilos de la política internacional del momento y fue más poderoso que muchos reyes. Además fue uno de los dirigentes más cultos del medievo hispano, traduciendo muchos clásicos de los griegos y haciéndose con una gran colección de libros de historia.

Que nadie piense que procedía de un gran linaje, ya que aunque no era pobre, nació en el seno de una familia de la pequeña nobleza que no estaba abocada a ocupar grandes líneas en los anales de la historia. Una vez tomó los hábitos religiosos, empezó regentando la humilde encomienda de Alfambra de la Orden del Hospital. Con no pocas argucias, irregularidades e intrigas (llegó a estar apresado por el rey Pedro IV de Aragón) fue ascendiendo en la Orden, asumiendo cada vez más cargos, hasta llegar a ser castellán de Amposta, la dignidad más importante a la que podía aspirar un hospitalario hispano. 

Consejero del rey

El rey aragonés, viendo su valía y erudición, lo utilizó como consejero, como embajador y cada vez que estaba en apuros, reclamaba sus servicios militares y financieros, que podía proporcionar gracias al poder que tenía como castellán de Amposta. Los ejércitos y dineros de Juan Fernández de Heredia fueron determinantes para que Pedro IV el Ceremonioso venciera a los rebeldes de La Unión. Nuestro protagonista también consiguió que Castilla no apoyara a los amotinados y estuvo presente en la nueva campaña de conquista del reino de Mallorca, abandonando una expedición en el estrecho de Gibraltar contra los musulmanes y guerreando contra el rey cristiano mallorquín, algo que en teoría un hospitalario no debía hacer. Poco tiempo después, Pedro IV lo envío como embajador a limar asperezas con el papa Inocencio VI, al cual le debía una importante suma. Cual encantador de serpientes, consiguió que el papado fuera indulgente con la deuda de su rey y que presionara a los miembros de la Orden para que le pusieran al frente de más cargos y prioratos, muchos de ellos fuera de los dominios del rey de Aragón. Con esto llegó a alcanzar tanto poder como el Gran Maestre de los hospitalarios, sin serlo. Fue enviado por el papado para mediar entre ingleses y franceses en la famosa Guerra de los Cien Años. Pero se puso de parte de los franceses y, ni corto ni perezoso, participó en los combates, siendo apresado por los británicos. Al final, se pagó un cuantioso rescate por su liberación y se alcanzó una tregua. Lo malo de estas treguas era que generaban una gran cantidad de hombres desocupados que no sabían hacer otra cosa que matar, robar, emborracharse y violar; algo incómodo para el papa, que tenía su sede en Aviñón, en el sur de Francia, sintiéndose amenazado por estas hordas de mercenarios y maleantes ociosos. Fue Juan Fernández de Heredia el encargado de robustecer las fortificaciones y de proteger los dominios papales contiguos a Aviñón.

Al mismo tiempo que está al servicio del papa Inocencio VI, estalla la Guerra de los dos Pedros entre Pedro IV el Ceremonioso de Aragón y Pedro I el Cruel de Castilla. Son momentos muy atribulados para su rey, quien reclama sus servicios. Sin embargo, aunque pocas cosas eran imposibles para Heredia, no podía teletransportarse ni estar en dos lugares a la vez. Las relaciones con sus dos señores, el papa y el rey de Aragón, cada vez eran más tirantes, ya que intentaba satisfacer a ambos y era inviable. La solución que se le ocurrió fue contratar como mercenarios a todos aquellos hombres sin oficio ni beneficio, fruto de la tregua de la Guerra de los Cien Años, y darles un nuevo contrato y misión: luchar contra Pedro I el Cruel de Castilla. De esta manera mataba dos pájaros de un tiro: se libraba de unos hombres que amenazaban los territorios papales y ayudaba al rey de Aragón. En gran parte, gracias a esto, Pedro IV el Ceremonioso fue el vencedor de la Guerra de los Dos Pedros.

Tragedias

Pero no todo fueron éxitos y alegrías, no estuvo exento de tragedias y complicaciones. En 1362 murió Inocencio VI, fue elegido pontífice Urbano V, y sus rivales dentro de la Orden aprovecharon las circunstancias para contrarrestar el poder de Juan. Consiguieron que en el Capítulo General de la Orden de 1367 se aprobara que ningún hospitalario pudiera tomar las armas contra cristianos, salvo para defenderse; que todo hospitalario tuviera que residir en sus feudos y que solo se pudiera ser titular de una única encomienda, castellanía o priorato. Todo esto afectaba de lleno a Juan por su acumulación de cargos, al que no le quedó más remedio que residir en Aragón y conformarse con ser únicamente castellán de Amposta, renunciando al resto de titulaciones. Por suerte para él, en 1370 falleció Urbano V y le sucedió Gregorio XI, que necesitaba tener a un hombre fuerte al frente de la Orden de los Hospitalarios para que combatiera a los turcos otomanos, que empezaban a ser un gran peligro para toda Europa.

El papa Gregorio XI puso sus ojos en Juan Fernández de Heredia y presionó a la Orden para que le fueran concediendo todo tipo de prebendas y dignidades hasta que al final, en 1377, impuso que lo nombraran Gran Maestre. Como Gran Maestre, marchó a Grecia para combatir a los otomanos y, al poco de llegar, fue apresado por los serbios, aliados de sus enemigos. A los hospitalarios no les quedó más remedio que pagar un gran rescate para su liberación. Por si fuera poco, durante su cautiverio se produjo el cisma de la Iglesia de Occidente, quedando dividida en dos sedes: la de Aviñón y la de Roma, cada una con sus respectivos papas. Juan tomó partido por la sede de Aviñón, a la que sostuvo económicamente, convirtiéndose en prestamista y en sostén económico de la Orden y de la sede papal de Aviñón. Ejerció como un árbitro en los Balcanes, controlando la diplomacia internacional y frenando el avance otomano. Fue responsable de que los ducados de Atenas y Neopatria estuvieran bajo los dominios del rey de Aragón unos cuantos años más. Por último, también creía que la información era poder, así que tradujo una gran cantidad de clásicos de la Antigua Grecia que hoy podemos leer gracias a él.

Feudos en Aragón

La mayoría de los bienes de los que disfrutó no eran hereditarios, ya que eran eclesiásticos, pero con las rentas de las que disponía se compró una gran cantidad de feudos en Aragón que transmitió a sus descendientes, que llegaron a ser brillantes arzobispos, políticos, eruditos, mecenas e incluso Grandes de España. La pregunta que cabría hacerse es: ¿cómo es posible que tuviera descendencia si había hecho carrera eclesiástica? Resulta que todo lo contado hasta aquí, que es un grosero resumen, lo hizo después de tener varios hijos y enviudar. Son personajes como él los que muchas veces hacen que la mejor literatura y el mejor cine no estén a la altura de la apasionante y alucinante historia real.