El 9 de marzo de 1888 nació en Tarazona Francisca Marqués López, conocida por su pseudónimo de Raquel Meller y por su carrera como artista. Como suele suceder en estos casos, nada auguraba la trayectoria profesional que acabaría teniendo Francisca dado que no había tradición en su familia de dedicarse al mundo artístico. Y aun así, acabó convirtiéndose en la artista española más afamada incluso a nivel internacional durante las décadas de 1920 y 1930.

Su madre, de origen riojano, trabajaba en una tienda de ultramarinos en Tarazona, mientras que su padre era herrero. Aun con todo la economía familiar no era especialmente boyante, así que pasó varias etapas de su infancia tanto con sus abuelos maternos como con los paternos, hasta que finalmente acabó criándose en Francia al cuidado de una tía materna suya que era monja clarisa y que intentó hacer que la joven Francisca ingresara también en la vida eclesiástica, algo a lo que finalmente se negó. La familia se había trasladado ya esos años a Barcelona buscando mejores oportunidades, y con ellos se reunió su hija, que comenzó a trabajar de modista. Es en la ciudad condal donde conoció a la cantante Marta Oliver, que enseguida vio el talento como cantante de la joven turiasonense y a la que animó a empezar a hacer sus pinitos en el mundo artístico.

En 1906 ya se pueden ver algunas noticias suyas participando en teatros de segunda fila con el pseudónimo de La Bella Raquel, que poco después acabó cambiando por el de Raquel Meller. No está del todo claro el origen del nombre artístico con el que se hizo tremendamente famosa, aunque se ha llegado a decir que ese apellido Meller pudo hacer referencia al recuerdo de una pareja de juventud que tuvo y que era de origen alemán.

'La Bella Raquel', retratada por Joaquín Sorolla. EFE

Su gran debut profesional llegó el 16 de septiembre de 1911 en el Teatro Arnau de Barcelona, y en los años siguientes se hizo muy famosa por cantar La Violetera y El Relicario, dos canciones compuestas por el compositor y pianista almeriense José Padilla y con los que llegó incluso a grabar sus primeros discos. Pero Raquel no se quedó solo en el mundo del teatro y el cuplé, sino que también comenzó a trabajar en la incipiente industria del cine en 1919, en obras como Los arlequines de seda y oro. Ese año fue clave para su carrera, pues además de iniciarse como actriz de cine, también realizó sus primeras actuaciones fuera de España, actuando en París, Londres, Buenos Aires y en otros lugares del continente americano, consagrándose gracias a ello como una de las mejores y más afamadas artistas del momento a nivel internacional. Esto le llevó en la década de 1920 a ser la única española en trabajar de forma constante en películas extranjeras, como en Rosa de Flandes, Violetas imperiales, Ronda de noche o Carmen. Tal era su éxito que Charles Chaplin le ofreció un papel en una película que iba a rodar sobre Napoleón pero que Raquel tuvo que rechazar por la imposibilidad de hacerlo ante el aluvión de contratos para los que ya se había comprometido.

Uno de los momentos álgidos de su carrera fue su actuación en el prestigioso teatro Empire de Nueva York en el año 1926, en el que cobró 1.100 dólares por función, una gran fortuna para la época. Incluso, en su última sesión, los periódicos neoyorkinos del momento cuentan que se tuvo que levantar 23 veces el telón porque el público no dejaba de ovacionar a la actriz turiasonense, y tuvieron que apagar las luces del teatro para conseguir que la gente se marchara.

Su éxito fue tal que acabó acumulando una gran fortuna, haciéndose con obras de arte de Picasso, Renoir, Tolouse-Lautrec, Matisse o Rodin que exhibía en el palacio que adquirió en Versalles, en su casa de Villafranche-sur-Mer o su chalet en la madrileña Ciudad Lineal. Toda una ostentación que se veía también en su tren privado con el que se desplazaba en sus giras europeas, llegando a tener toda una colección a la venta de artículos como perfumes, abanicos, medias, sombreros y artículos de belleza con su nombre al más puro estilo de las megaestrellas del siglo XXI.

Carmen Sevilla inauguró la calle Raquel Meller en Tarazona, en 2008. NATALIA HUERTA / EL PERIÓDICO

Pero a todo este lujo también le comenzó a acompañar su gran orgullo y excentricidades de gran estrella según cuentan las crónicas de la época, que le llevaron a tener numerosos conflictos con representantes y agentes artísticos. Al final de la década de 1930 su estrella como artista comenzó a decaer, aunque siempre acudían publicaciones de toda Europa y de EEUU para hacer reportajes sobre ella. A partir de 1950 sus reapariciones sobre los escenarios fueron ya cada vez más contadas, y a pesar de perder con los años buena parte de su fortuna, siguió viviendo bien a pesar de comenzar a tener una forma de vida más modesta. Acabó desarrollando una afección cardiaca que unida a una caída que tuvo le provocó la muerte el 26 de julio de 1962 en Barcelona, siendo enterrada en el Cementerio de Montjuïc una de las primeras grandes artistas a nivel mundial del siglo XX.