Un portero de la categoría de César se durmió anoche en La Romareda. No se puede explicar cómo mientras al Real Zaragoza se le salían los ojos de lo despierto que estaba en busca de la victoria, un futbolista de su experiencia y calidad dejara caer los párpados en un error de concentración que le supuso al conjunto aragonés la derrota, la segunda de la temporada en casa y de forma consecutiva. Quizá todo se justifique en la certeza prosaica de que el guardameta es un ser humano, con lo que todo quedaría dicho. Sin embargo su fallo fue calamitoso en un tiro desde más de 35 metros que Angulo lanzó desde la banda con intención de que cogiera la dirección correcta como mucho y que acabó dentro de la red como un puñal. Un Valencia muy necesitado que hasta ese momento (m.41) se había limitado a protegerse de un rival superior, con mayor ambición y fútbol, celebró el gol con el estallido de júbilo de los agraciados con el Gordo de Navidad cuando se congregan en la administración de lotería afortunada.

RESPETO Nadie sufrió más que César el golpe pese a que La Romareda, que le aprecia y le respeta, jamás le recriminó el despiste. Se le vio ya todo el encuentro cabizbajo, masticando su desgraciada distracción, consciente de que si sus compañeros no marcaban, que no lo hicieron por primera vez en el actual curso, su pájara iba a resultar muy cara. Con toda la maquinaria zaragocista a tope, a una velocidad endiablabada en busca del triunfo, César se congeló y fue incapaz siquiera de despejar un pelotazo sin malicia alguna. En el accidente descarriló el portero y con él todo el Real Zaragoza, que ya no fue el mismpo en la segunda parte. Puso corazón, entusiasmo, ganas y atrevimiento, pero nadie como el Valencia maneja con tanto oficio este tipo de encuentros. Se nacionaliza italiano y defiende la ventaja con estupendo criterio especulador, acompañando el cerrojo con las faltas que sean necesarias para frenar el ritmo.

La derrota no supone una tragedia para el equipo de Víctor Fernández porque sus aspiraciones siguen intactas y, sobre todo, porque se comportó casi siempre como un conjunto fiable para seguir en la lista de espera de aspirantes a Europa. Lo que que dolió fue la forma de perder, siendo mejor, que es la peor forma de digerir la cicuta. Mejor en un primera mitad en la que evitó, con un juego fluido, desenfadado y de combinaciones veloces, la asfixia propuesta por el Valencia, que intentó reducir sin éxito los espacios con una presión notable para desactivar la ofensiva local. Los levantinos dieron marcha atrás ante el fogoso empuje de un Zaragoza que lo tuvo todo menos, como en otras ocasiones, pegada. En esa ausencia de pólvora, y pese a las atléticas incorporaciones de Diogo y las sutiles internadas de Juanfran que acompañaron al hipermotivado Aimar y al excesivo D´Alessandro, se sostuvo un Valencia que acusó cierta desorientación, incluso algo de mareo.

No había motivo para la mínina preocupación. El Real Zaragoza era un bloque defensivo inexpugnable, con Sergio Fernández y Gaby Milito desenchufando una y otra vez a Villa, Angulo y Silva, mientras Zapater y Celades se repartían el mando en el centro del campo. César, inactivo por falta de trabajo, acusó la falta de tensión cuando más feliz se le veía al Zaragoza, suelto y dispuesto a ganar, que es lo suyo siempre.

La noche cayó con toda su gélida temperatura cuando Angulo marcó el gol, y con ella llegaron todas las sombras amenazadoras, producto del ingente gasto que había realizado el equipo aragonés. Baraja y Albelda se hicieron fuertes, y el Valencia fue tejiendo la victoria con contundencia y experiencia, con el solitario lustre imaginativo de Silva frente a un Zaragoza que perdió el partido, sí, pero ni un átomo de credibilidad, de fe en sí mismo.