En una de sus últimas apariciones públicas, coincidiendo con la Gala del 75 Aniversario del Real Zaragoza, Joaquín Murillo cogió el micrófono para expresar sus sentimientos, pero en lugar de articular palabras, presas la mayoría de ellas de sus problemas con el Alzheimer que finalmente acabó ayer con su vida cuando contaba con 76 años (Barcelona, 1932), fue mucho más elocuente con los ojos. Lloró con la congoja de un niño que no sabe la respuesta en clase, y sus lágrimas, sin embargo, lo dijeron todo: su agradecimiento al público presente para el homenaje en la sala del Auditorio, que aplaudió emocionado su breve pero tierna intervención, y su imperecedera gratitud al Real Zaragoza, donde jugó siete temporadas (1957-1964) y en el que todavía figura como el máximo artillero en Primera con 90 dianas de las 113 que logró en las diferentes competiciones. Solo Marcelino, con 116, le supera en esa lista de nobles artilleros.

Jugador en sus inicios del Europa, llegó del Valladolid para tomar el relevo de un Avelino Chaves que luchaba y sufría por recuperarse de la lesión de rodilla que terminó por apartarle del fútbol no sin antes impulsarle en el ascenso a Primera División. Murillo fue el eslabón con Llos Maníficos, generación a la que perteneció en su genésis. Con ellos disputó y perdió en el Camp Nou (23-6-1963), frente al Barcelona (3-1) la primera final de Copa que alcanzaba el club. Yarza, Cortizo, Santamaría, Zubiaurre, Isasi, Pepín, Marcelino, Villa, Murillo, Sigi y Lapetra formaron aquel once de un Zaragoza que iniciaba el despegue hacia la gloria de los sesenta. Un año después, tras haber tenido fuertes discrepancias con el entrenador, Antonio Ramallets, quien llegó a expusarle de un entrenamiento, el delantero fue traspasado al Lérida. Sus más fervientes seguidores, al conocer su inminente marcha al equipo catalán, estuvieron llamándole por teléfono toda la noche, que la pasó en vela respondiendo con cariñosa atención los elogios de sus incondicionales.

La Romareda, que él mismo inauguró en un partido ante Osasuna, también se vistió con algunas pancartas pidiendo la continuidad de un ariete que le había hecho feliz. Murillo fue, desde su fichaje hasta su despedida, el máximo goleador curso tras curso. Solo Seminario, en la 61-62, le quitó ese honor con 25 tantos que le convirtieron en el único Pichichi en la historia del Zaragoza, por delante de Evaristo (Barcelona), Puskas (Madrid) y el propio Murillo, que había firmado 18.

Al rey del hat trick --repitió tres goles en seis partidos de Liga-- le bautizaron como El Pulpo. Exhibía una planta colosal, resaltada por unos brazos y unas piernas infinitos que utilizó como tentáculos quizá no para ocupar un lugar de honor en la lírica del fútbol, pero sí para atrapar todos los balones que llovían sobre el área, su hogar. Más fino en la figura que en su técnica, Murillo prefirió vivir lo más cerca posible de la portería a la espera de la presa. Cuentan quienes disfrutaron con su espíritu de tanque arrollador que se presentaba con la cabeza o los pies y cazaba las pelotas con feroz apetito de depredador elemental.

Se ha difuminado Joaquín Murillo entre la fría bruma de la ciudad de este mes de enero. La memoria que él perdió pasea sin embargo lúcida por las avenidas del recuerdo de un Real Zaragoza que conserva las entrañables ventosas de El Pulpo adheridas a su corazón.