Cada vez resulta más complicado, por ser o parecer un doloroso ejercicio de inutilidad, escribir de los achaques y dolencias deportivas y del cáncer institucional que amenaza con pulverizar al Real Zaragoza. Es un proceso de insoportable agonía para el espectador porque no hay cura o quien la tiene no quiera aplicarla, y porque se ha apoderado de todo el mundo una terrible sensación de impotencia. Apesta todo lo que rodea al Real Zaragoza de Agapito Iglesias, corrompido y enfermo terminal, último en la séptima jornada e incapaz de ganar un solo partido, de hacer una sola jugada, de asemejarse al menos a un equipo de fútbol.

Se ha llegado a tal punto de consentimiento y abnegación que no se perciben la marcha atrás o el freno en la caída. Un señor llega supuestamente con su dinero, hace lo que le da la gana y quema el club en la plaza pública. En teoría está destruyendo una propiedad privada, la suya; lo que tendría que plantarse es si no debería responder por dilapidar un patrimonio histórico. Tipificado como delito no está. Una pena que la ley se quede chata en ese apartado, o que la silencien quienes han colaborado patrocinando al empresario soriano: Gobierno, entidades financieras y un largo etcétera imposible de cuantificar.

Oscuridad e indefensión

Estamos cara a cara frente a una tragedia. Alguien dirá con razón que en el mundo hay asuntos mucho más terribles que el descenso o la desaparición de un club de fútbol, pero en esta tesitura de miedos y tristezas, de angustia económica e inseguridad, perder un generador de ilusiones (en este caso y en estas circunstancias de pesimismo) no es para tomárselo a la ligera. El Real Zaragoza se va a Segunda División de cabeza, pero con una deuda de 110 millones de euros no parece ese el final del túnel.

La oscuridad nos ciega y la indefensión nos desarma. El aficionado (socio, abonado, peñista o simpatizante) está preso de una operación a tantas bandas que no sabe bien a quién señalar ya como culpable directo, aunque ahora mismo esa ya no sea su prioridad. La bola de nieve ha engullido a Agapito Iglesias, Pedro Herrera y Antonio Prieto. Habrá que ver si en las próximas horas a Gay y Nayim. A todo el que esté de por medio. Pese a todo les invitarían a su boda o la comunión de sus hijos a todos ellos si tuvieran la fórmula para reparar el desastre, para encender una tímida llama de esperanza. Serían nombrados hijos predilectos de la ciudad si fuera necesario.

La leyenda urbana

La voz de la calle te interroga sin cesar si el Real Zaragoza se muere, y tú pones la mejor cara posible, lo que no convence a casi nadie. Lo curioso es que hay una leyenda urbana que pregunta por la responsabilidad de la irresponsabilidad de Agapito y te habla de supuestos colaboradores como José Ángel Biel, de personajes del gabinete de comunicación de Marcelino Iglesias, del PAR y del PSOE... Yo les digo, y es la verdad, que no tengo constancia oficial de que Agapito haya sido favorecido por la clase política, pero ellos, que no son uno ni veinte, no me creen. Y siguen teorizando sobre un complot inmobiliario, sobre empresas de comisiones en traspasos de jugadores, sobre todo tipo de gestiones que enviarían a prisión al más pintado. No puedo contrastar ni alentar semejantes y graves acusaciones, pero todos coinciden y encajan como anillo al dedo en sus conjeturas, te lo comenten en el paseo de Independencia o en Tarazona. Ya saben, lo del río, el agua y el sonido.

Esta semana va a ser muy larga porque a la derrota en Bilbao hay que sumar el calendario que viene. Para empezar, Barcelona en casa y Valencia fuera. Que haga 40 años que el equipo no estaba peor en la clasificación, desde la temporada 70-71, no es un dato baladí. Que puede convertirse en tres semanas en el peor Real Zaragoza de la historia, tampoco.

Se arrastra el equipo frente a cualquier rival; el presidente ofrece por cero euros más deuda el club a quien lo quiera y avisa que va a denunciar ante la Justicia al que le vendió el club, y el bueno de Gay sale anoche diciendo que se puede plantar cara al Barça. Cuesta escribir de todo esto y creer que hay una solución