Ángel Giner: ¡Vamos con dinamita!

Ángel Giner, El Periódico de Aragón

"Ustedes no tienen ni idea de lo que es el Tour. Esto es un calvario- No saben lo que sufrimos en la carretera, pero yo le voy a decir cómo marchamos: esto es cocaína para los ojos, esto es cloroformo para las encías, esto otro son pastillas para poder seguir pedaleando. ¡Vamos con dinamita...!". Esta confesión la hacía al periodista Albert Londres el ciclista Henri Pelissier, ganador del Tour de 1923, cuando al año siguiente de su victoria se retiró de la carrera junto a su hermano Francis como protesta por la sanción impuesta por un comisario ya que llegó a meta con menos ropa con la que había iniciado la etapa. Henri confesó el uso de drogas pero nadie le ha retirado su victoria en el Tour. Albert Londres tituló su artículo con una expresión que ha pasado a la historia. Los forzados de la ruta.

Desde su nacimiento, a finales del siglo XIX, el ciclismo ha mantenido una intensa y permanente relación de amor y odio con el dopaje. El amor ha estado marcado por el incesante deseo de corredores y técnicos por lograr los más novedosos y sofisticados procedimientos para aumentar el rendimiento. El odio, generalmente lanzado hacia sus detractores, se ha sustentado en justificaciones victimistas de los ciclistas con la recurrente idea de la dureza de este deporte y la necesidad de apoyos exógenos. En esta cohabitación histórica de esquizofrenia e hipocresía, con unos controles esquivados en muchas ocasiones, ya fuera con picaresca o con apoyos médico-científicos, se han ido quemando etapas: anfetaminas en los años 60, anabolizantes en los 80 y la fantástica EPO en los últimos veinte años, por no añadir otras sustancias complementarias: hormona de crecimiento, cortisona, cafeína, clembuterol...

Hasta ahora toda sanción en ciclismo en materia de dopaje venía precedida de una irrefutable prueba científica susceptible de contranálisis. Desde ahora, a tenor de lo ocurrido con Armstrong, la delación --sea cierta o no-- tiene tanto valor para la Unión Ciclista Internacional como una sofisticada analítica de laboratorio. Es lo único que le faltaba al supremo órgano que rige el deporte ciclista para confirmar su inoperancia. Primero reconoce no haber podido controlar el desastre del dopaje. Después aplica sistemas de control propios de una sociedad corrupta e inquisitorial.

Armstrong no ha hecho nada distinto que no hicieran los que rodaban a su lado. Eso sí, probablemente lo hizo antes que los demás y con mejores apoyos científicos. En el ambiente ciclista se llamaba en aquella época andar con el Nuevo Testamento. Los que no estaban al día en los procedimientos iban con el Viejo Testamento. No seré yo quien defienda las prácticas dopantes de ningún deportista, y menos en ciclismo, donde para acabar un Tour entre los diez primeros se precisa una fortaleza y un estado de forma extraordinarios. Tampoco asumiré las teorías victimistas de los tramposos. Quien sea descubierto que lo pague. Pero con garantías jurídicas y científicas.

Para defender a Armstrong tampoco sirve la excusa, aunque probablemente cierta, de que todos lo hacían. Riijs, Ullrich y algunos otros ganadores del Tour ya lo han confesado. El americano pasó cientos de controles y no se le detectó nada. Por tanto fue el más fuerte, el más inteligente, el mejor preparado o quizá el que más sofisticadamente escondió la EPO, aunque esto mientras no se demuestre, no hay razón para sancionarlo. Si no, que la UCI le quite el Tour a Pelissier.

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