Como el empate fue como fue, justo ahí en el instante final y después de un cambio defensivo, el escenario perfecto para que el entrenador sea fusilado con acusaciones al amanecer, del partido de Riazor ha quedado una sensación falsa de derrota. Con bien poca cosa, como casi todo lo que sucede en esta Segunda de rebajas de las rebajas, el Real Zaragoza acarició en La Coruña los tres puntos, aunque al final se le escurrieron entre los dedos y el botín se redujo a uno. Uno más para sumar a esta carrera de fondo en la que el equipo de Herrera empezó desfondado y en la que, poco a poco, ha ido recuperando el aliento. Los trece puntos de los últimos 18 son la prueba irrefutable.

La mejoría del Real Zaragoza en su capacidad para encadenar buenos resultados desde el partido contra el Tenerife hasta aquí no está sustentada en la casualidad ni en el azar, más allá de la enorme chorra de aquella tarde de Valdebebas, sino en una progresión real y verdadera, demostrable, que un cambio de un jugador por otro en un partido concreto jamás debe esconder.

De aquel monigote que fue zarandeado por el Lugo en La Romareda, punto culminante de un inicio lamentable, queda poco. Ahora el Zaragoza es un equipo mucho más serio, equilibrado y competitivo. No es gran cosa, no hay que engañarse, y difícilmente lo será en esta categoría, pero acumula ya un tiempo en que los partidos están bajo su control y no descontrolados como al principio. Descontextualizado, el encuentro de Riazor fue pesadísimo y de un nivel bajo, bajo. Pero en su contexto, sabiendo dónde estaba este equipo y dónde está ahora, fue otro paso al frente en una forma de trabajar poco agradable para el ojo humano pero buena para el objetivo.