Hay dioses que, aunque sean terrenales, hayan sufrido derrotas e incluso años de sequía, como sus feligreses los mantienen vivos, creen que sobrevivirán a todo. Y no solo eso, sino que, como tienen el móvil de Dios, como están protegidos por el deporte que hicieron crecer con sus gestas, como tienen el termómetro de la audiencia, creen que jamás les pasará nada, ni un arañazo. Valentino Rossi ha ido creciendo en atrevimiento y soberbia a lo largo de esta temporada porque, a sus 36 años, volvía a ser el mito que iba a reeditar (aún puede, le han dado una inmerecida oportunidad) una de las mayores gestas de la historia: ganar su décimo título frente a los líderes de las tres generaciones que le sustituirán en el podio: Dani Pedrosa, Jorge Lorenzo y Marc Márquez.

Crecido por sus gestas, excitado por la tribu del chihuahua, animado por miles de seguidores que llenaron la tribuna tras una pancarta que rezaba 'Vale, estás ayudando a los que tienen la pasión de creer en los milagros del corazón' e impulsado por la propia organización del GP, que incluso probó el himno italiano siete veces antes de la carrera, Rossi siguió creyéndose celestial. Pero erró. Y mucho. Todo.

Fue tan humano que ni siquiera supo controlar la excitación que él mismo había creado nada más llegar a Sepang el jueves, al acusar, despreciar y minusvalorar a Márquez. Le acusó de todo, especialmente de querer que Lorenzo gane el título. Y le amenazó en plan barriobajero. "Mi intención es que Marc sepa que lo he visto, que dudo de él, que sospecho de sus acciones". Y Márquez, que tiene 22 años y ha ganado cuatro títulos y 50 grandes premios, se fue a dormir pensando en la frase que Rossi dijo en Australia cuando quedó fuera del podio en una carrera espectacular. "Mi girano i coglioni".

La tensión entre el rey y su heredero, entre el que envejece y el que crece, se podía cortar como la nube tóxica que flotaba sobre la pista. Y, en efecto, al empezar la carrera, todo el mundo pudo comprobar que Márquez, dolido en lo más íntimo y sin nada que perder, trataría de hacerle la vida imposible a Rossi. Porque Márquez no es Sete Gibernau, Max Biaggi ni Casey Stoner, que fueron masacrados en la sala de prensa y sobre el asfalto por el dios del motociclismo. Márquez solo sabe, quiere, prefiere y ansía hablar en la pista. Y ahí fue donde Rossi encajó la peor de las respuestas a su desprecio, con 15 adelantamientos en siete vueltas, roces, frenadas, plegadas y aceleraciones suicidas, mientras un tremendo Pedrosa (Honda) y un martilleante Lorenzo (Yamaha) huían hacia la gloria.

Sabido es que Rossi no es líder del Mundial por ser veloz. Lo es por ser pícaro. Incluso en el habla. Pero esta vez fue su discurso lo que lo puso contra las cuerdas, incapaz de abandonar la compañía de Márquez, que se reservaba lo mejor para la segunda parte de carrera. Pero no hubo segunda parte. En una curva larga de derechas, Márquez intentó pasar por fuera a Rossi, que, al igual que ocurrió en Argentina, lo vio llegar por el rabillo del ojo, lo esperó, lo frenó, lo fue llevando, poco a poco, hacia el exterior de la curva y, justo cuando Márquez había aceptado esperar, Rossi le lanzó dos miradas sospechosas, esperó tenerlo aún más cerca y abrió violentamente su pierna izquierda para golpear la mano derecha del bicampeón, apoyada en la maneta del freno delantero, provocando, no solo un frenazo brusco, sino su caída.

Más que la caída de Márquez, fue la caída de un mito, de un líder que había tenido que emplear su peor estilo, el que había ocultado a ojos de sus millones de fans. La maquinaria que le ha hecho creerse inmortal se puso en marcha para salvarlo de su peor acción. Pero solo una organización muy necesitada de él e incapaz de sancionar con la rigurosidad que exigía tamaña infamia lo mantuvo vivo para Valencia. Al resto del mundo se le abrieron los ojos y descubrió a un perdedor con malas artes.