De poco vale decir que eso que ocurrió ayer en La Romareda se veía venir, aunque esté bien permitido. Se olía desde hace tres o cuatro tardes, a elegir entre cualquiera de esas en las que no apetece admitir que el fútbol es tan flaco como le parece al aficionado común. No es un drama perder, aunque se rasguen culpas a gustos, pero cuando los detalles que daban victorias pasan a ser cuestiones de azar, la derrota está más cerca. Siempre lo está cuando crecen las rachas. Las positivas, se entiende. Matemáticas. Así que al Zaragoza le tocaba perder uno de estos últimos días. Cualquiera. Era una cuestión casi exclusiva de puntería. Llegó ayer, en una jornada en la que volvió a poner menos fútbol del que debe; en un encuentro en el que, otra vez, Culio fue menos de lo que debe, de lo que fue cuando llegó.

Claro que no es lo mismo caer de una manera que de otra. Aunque Carreras dijese que a él le da igual perder así que asá, el encuentro --o lo que es lo mismo, el Zaragoza--, emitió malas vibraciones desde bien pronto, antes del 0-1, antes de la expulsión, antes de que el árbitro se pusiese tan remirado. No da igual la forma, no, el 0-3 con pinta de meneo, porque también enseña el fondo. Allí se ve que el Zaragoza se ha ido alejando de aquel grupo que nació en la segunda parte ante el Leganés, que refulgió en Córdoba, que se sostuvo en Pamplona, que resucitó en 80 segundos ante el Lugo. En todos aquellos encuentros fue importante Culio. Más allá, en lectura presente y retrospectiva, fue sin duda el hombre más importante del equipo, con una participación principal en el juego, dueño del balón durante las fases de ataque y del fútbol en los peores momentos. Más que un jugador, fue un carácter, casi el símbolo de la resurrección zaragocista, el hombre sobre el que cargar el peso de la responsabilidad hermana.

Sin embargo, desde el partido de Vitoria, aquel de la expulsión en la primera parte --si se entiende rigurosa, absurda también--, algo se ha apagado en el espíritu del argentino, que ha perdido el vigor que impulsó al Zaragoza en aquellos primeros días de febrero. No se le va a discutir el temperamento, pero las batallas de ahora a veces son bien otras, de rencillas personales. Ahí se atasca a buenos ratos, al tiempo que crecen sus descuidos con el balón, mientras el fútbol, el de los suyos, le echa de menos. El tiempo dirá cuánto tiene que ver la depresión filosófica con su bajón. Dejó otra vía el propio Culio, de estudio e instrucción: "Los equipos ya nos conocen y se nos plantan de otra manera".

Falta gol, se empieza a repetir en el entorno, como antes de que llegara Carreras, como cuando llegó y las cosas iban regularmente igual. Es verdad que al Zaragoza le iría de perlas un delantero de esos de toda la vida para atender a otras razones futbolísticas, tal cual las de ayer. Más parece que el problema vuelva a estar en el mismo sitio, en el medio, donde se cuecen y se ganan tantos partidos, donde se ganaron hace poco. La afición es santa y pasional, a ratos empuja con fuego en la boca, pero no podrá incendiar la categoría sin la antorcha del fútbol, la que portaba Culio y guiaba a todos.