La final ha respondido al dedillo a lo que se esperaba de ella. O a lo que no se esperaba. Un partido entre dos selecciones que han sobrevivido a sí mismas y a un torneo de perfil muy bajo. En ese terreno plano y plúmbeo había un amplio margen de fe para que Griezmann o Cristiano pusieran una guinda personal a ese pastel sin azúcar, que aparecieran a su manera como protagonistas. CR7 se lesionó muy pronto y el punta del Atlético de Madrid cedió la batuta a Sissoko, un caballo percherón que resultó la mayor amenaza para el equipo de Fernando Santos. El encuentro, sin los principales chamanes, se vio abandonado a la fuerza bruta de Obélix y al espíritu aventurero de Magallanes, a cuestiones patrióticas, también a la mano de dos técnicos que removieron sus banquillos en busca de soluciones. Francia se hizo tormenta, pero Portugal ha demostrado que sabe navegar en las peores condiciones, incluso con su almirante yéndose herido al camarote nada más salir de puerto...

Lo único que animó el duelo fue la desgracia, que se presentó de sopetón: la temprana marcha de Ronaldo con una polilla posada en sus lágrimas y la rodilla quebrada aumentó el desequilibrio en los libros de la teoría. Pero Portugal, con sus limitaciones y el agua al cuello, se arropó en su carácter competitivo en lugar de vestirse de luto por una estrella que ilumina tanto su escasa pegada como condiciona su estilo. Poco a poco, tiró del sacrificio, del liderazgo asilvestrado de Pepe y de un Rui Patricio magnífico. Cómo no, de Nani, que se grapó la capitanía en el brazo y en el corazón. Es decir, disfrazó su orfandad a la espera de que alguien pasara por el orfanato para adoptarla.

En un torneo de segundones, Gignac salió al campo para regatear a Pepe con señorío y lanzar el balón al poste con un tiro de baja cuna. Lloris empezó a intervenir con paradas clave, signo inequívoco de que ya no había favorito. Fernando Santos respondió a Deschamps con otro gigante, Éder, también discreto y potente atacante que milita en el Lille. Cuando se estrechaba la final camino de la tanda de penaltis, el resumen de la incapacidad, Éder le pegó a la pelota como si fuera Cristiano, mejor aún. Su trabucazo tumbó a Obélix y dio, con justicia, el primer título a su país en una Eurocopa sin druidas ni pócimas mágicas. Sólo con dignos guerreros de lucha libre como en su día lo fue Angelos Charisteas, el destripador de Lisboa.