Bien entrados como estamos en el siglo XXI resulta complicado explicar a las generaciones más jóvenes la trascendencia de Perico Fernández en el deporte y la sociedad de los años 70 de la pasada centuria. Esa complejidad resulta de la actividad deportiva que aupó a Perico al olimpo de los elegidos, la disciplina que le permitió saltar del hospicio a lo que ahora se conoce como prime time televisivo. El boxeo.

Denostado, ninguneado y vilipendiado en las últimas décadas, el boxeo, el pugilato de los Juegos Olímpicos de la antigüedad, ofreció a adolescentes como Perico Fernández una vía de escape frente a un futuro plagado de minas. Durante décadas, el boxeo se convirtió en aliviadero de almas despojadas del calor familiar y cuerpos forzados a encomendarse a la ley de los puños. Hoy, el boxeo malvive en las cloacas del deporte, o sea de la sociedad, postergado por un mugriento régimen moral que abomina de las peleas cuerpo a cuerpo mientras dedica una sonrisa bobalicona a millonarios malcriados y procura pasar de puntillas por dopajes, abusos de poder y mamoneos varios.

En una visión empobrecida e interesada, Perico Fernández respondería al arquetipo de boxeador sonado, engañado y lanzado a los leones una vez que su gancho no tumba a nadie. Empobrecida porque Perico fue mucho más que un púgil sonado, como explica un somero vistazo a sus logros deportivos. E interesada porque durante tiempo, más allá de un puñado de incondicionales, resultó más conveniente un «pobre Perico» que un recuerdo ajustado a la realidad.

Esa realidad presenta a un campeón de Europa y del mundo a los 21 años, una figura de la sociedad de su época, simplemente uno de los mejores deportistas de Aragón.

En el epílogo del libro Guantes rotos, el diálogo entre el deportista (Perico Fernández) y el amigo (Paco Millán) bajo la mirada del periodista (Fran Osambela), se propone un repaso a su carrera partiendo de una premisa: con Carlos Lapetra y Conchita Martínez, Perico Fernández compone el mejor trío de deportistas aragoneses. La tesis se desarrolla en el texto En el podio de la historia sustentada en la proyección de Perico Fernández tanto en el deporte como en la vida social entre 1972 y 1975, sus años de gloria, cuando el exhospiciano contaba entre 20 y 23 años, edades en las que el común de los mortales suele transitar por perspectivas bien alejadas de saberse el mejor del mundo.

Perico en el cuadrilátero ciñéndose el cinto de campeón, Perico en un estudio de televisión con Mercedes Milá o José María Íñigo, Perico recién casado en la portada de Semana, Perico alternando en las más altas esferas del poder, Perico compartiendo saque de honor con Pelé y Violeta, Perico en todas las salsas, como los toreros de postín, como las tonadilleras de rompe y rasga.

Seguramente, la vida y la muerte de Perico Fernández presenten más sombras que luces, pero que tire la primera piedra, o que lance el primer crochet, quien carezca de zonas oscuras, de recovecos inconfesables. Y si se atreve, al menos que sea campeón de Europa y del mundo con 21 años. Aunque bien pensado, quizás eso, al menos en Aragón, sea patrimonio exclusivo de Pedro Fernández Castillejos, simplemente Perico. H