No hay trampa ni cartón en este Real Zaragoza. Lo que se ve es lo que hay, lo bueno y lo malo. Un equipo capaz de desbordar al Málaga en La Rosaleda, de tener el balón, dominar los espacios, controlar la zona de creación y poner la pelota en zonas de peligro, aunque sin abusar de ocasiones de gol. Y un conjunto absolutamente superado por su rival, corriendo detrás del balón, detrás de sombras, sufriendo por las bandas, con los centros laterales, sin la habilidad para dar tres pases seguidos, sin pulmón para alcanzar el área rival, sin respuestas en defensa, ni en el medio, ni arriba. Todas las virtudes y defectos puestos al descubierto en 90 minutos.

Un poco como toda la temporada, tan irregular, tan esperanzadora a ratos y desesperante por momentos. Por ahí se explica en parte por qué este Real Zaragoza anda aún haciendo cuentas para certificar la permanencia en lugar de estar mirando hacia arriba como debería. Por qué no ha ganado a ninguno de los primeros clasificados. Por qué no ha encontrado una línea regular y se ha perdido demasiadas veces este año. Le ha faltado consistencia, sobre todo en una defensa que demasiadas veces se derrite como la mantequilla, pero también en un ataque que se presumía de colmillo afilado y ha terminado perdiendo la dentadura.

Penaltis aparte, lo de ayer fue lo de siempre. Cristian salvando al equipo, Verdasca haciendo de las suyas, los laterales sufriendo ante rivales de mayor físico y recorrido. Javi Ros comandando el centro del campo, Igbekeme y sus siete pulmones, hasta que Víctor Fernández arriesgó quitando al nigeriano para meter más pólvora arriba y el equipo se quedó definitivamente partido por la mitad. Pep Biel a lo suyo, creciendo cada día, desfondándose y volviendo a marcar gol, Álvaro Vázquez desaprovechado en la banda, Papu un quiero y no puedo, Pombo pasó por ahí, Gual movió mucho los brazos...

Lo que en la primera parte fue todo armonía, un equipo bien acompasado, dominador absoluto de la situación, en la segunda se convirtió en todo lo contrario. El contraste fue tan grande que casi había que comprobar que se estaba viendo el mismo partido. O si los futbolistas se habían intercambiado los uniformes sin avisar en el descanso. Porque tan avasallador fue el Zaragoza en la primera parte como el Málaga en la segunda. Tan perdidos estuvieron los locales al principio como los visitantes al final. Tan frustrado se fue el equipo blanquiazul a la caseta como el tomate al hotel. Y el zaragocismo a dormir.

Un cambio en apariencia inexplicable en tan solo 15 minutos, los que separaron el penalti no señalado a Igbekeme que podía haber supuesto el 0-2 del ímpetu del Málaga nada más empezar la segunda parte. Una metamorfosis solo sustentada en la idiosincrasia de una plantilla con matices por pulir, con tantos puntos fuertes como débiles, capaz de lo mejor y de lo peor. Una caída de 45 minutos que nadie evitó. El Zaragoza dejó de hacer lo que había hecho bastante bien, se quedó sin reacción y después la entrada de Gual por James desptrotegió tanto el centro del campo que Víctor Fernández tuvo que dar marcha atrás y sacar a Eguaras para intentar contener la hemorragia.

Tarde porque el Málaga ya se había hecho con el control y con el marcador y el Zaragoza ya se había perdido. Todo lo bueno del primer tiempo, por la borda. El mejor y el peor Real Zaragoza en 90 minutos. Y así una jornada tras otra hasta las 40 de frustración que suma ya esta temporada en la que nada ha salido según lo esperado. Es verdad que desde la llegada de Víctor Fernández han salido a relucir algunas virtudes que por momentos parecieron incluso ajenas a este grupo de jugadores, pero ni eso ha sido suficiente. Demasiado lastre arrastraba el equipo, demasiada irregularidad todo el año y cada día. Del blanco al negro en 90 minutos. Menos mal que solo quedan dos jornadas.