Cuando a los ocho años te ponen una mochila a la espalda, te rodean de cuatro pipiolos como tú, te nombran jefe del grupo y te dicen que te busques la vida para llegar al primer pueblo... Entonces, solo te quedan dos opciones: llamar llorando a casa o hacer camino. Raúl Simón buscó una tercera vía. Trepó alto. «Ahora estarían todos los monitores en la cárcel», bromea con un somardismo imparable e impagable. «De pequeño mis padres me dejaban hacer de todo. Pronto entendí que en el monte me desenvolvía bien», recuerda este zaragozano de 1979. 

Alpinismo, bici, snowboard, break dance, capoeira... y escalada. Lo que le echaran encima. Sin miedo. Aunque algo iba pasando por dentro sin que él se diera cuenta. «Un día viendo una estrella me di cuenta que cada vez era más pequeña». El siguiente aviso fueron unos mareos. En una revisión médica del trabajo le dieron la respuesta. Tenía Stargardt, una enfermedad de degeneración macular. Con treinta y tantos perdía gran parte de su visión. A tirar para adelante.

«Hay ciegos que se quedan en casa y otros salen. Es muy importante que los padres entiendan que en está situación deben llevar a sus hijos a superar sus límites», razona. Y ese niño ya conocía el sendero: ser autónomo. Pronto se apuntó a hacer carreras de montaña en la ONCE. «Se corre con una barra de transferencia donde primero va el guía, luego un ciego y detrás otra persona con visión reducida», explica. No terminaba de ser lo suyo.

Por eso no se lo pensó dos veces cuando Germán López le ofreció probar con la paraescalada. Unas jornadas en Riglos, en Ordesa, entrenar en el rocódromo del Pepe Garcés y, en nada, el primer campeonato de España en Barcelona. Era 2015. Lo gana. Y algo más que eso.»Allí conocí a Urko Carmona, un amputado que hace octavos, Pipo, Paula, una chica extremeña que le falta una mano...». Y ahí siguen. Este fin de semana juntos en Innsbruck (Austria), donde ganó su categoría (B2) en la primera cita de la Copa del Mundo tras el confinamiento. «Yo le llevo la bandeja a Urko porque va con muletas y él me dice qué hay en el menú. Estamos todo el tiempo haciendo bromas», asiente Raúl Simón.

En la paraescalada cada deportista debe alcanzar el máximo número de presas. Gana quién más alto llegue y si hay empate se cuenta el tiempo. En Innsbruck cambió la regla y cada tanda daba unos puntos según la clasificación. En la final Raúl se impuso al italiano Simone Salvagnin por una única presa. 

Van atados a un sistema de polea, no hay lances largos y las primeras postas no son complejas para evitar caídas con efecto rebote. Llevan un sistema de comunicación que les conecta con el fraseador, el guía. El catalán Víctor Esteller es el suyo y seleccionador nacional. «Si hay contrastes de colores en la pared yo percibo las presas, pero no el relieve que tienen para saber cómo pongo las manos. Eso es lo que me indica Víctor», describe.

Silencio, se escala

Mientras se compite se apaga la música y todo el mundo guarda silencio. El respeto es máximo. «Hemos estado en competiciones con 5.000 o 6.000 espectadores todos callados. Es increíble», recalca este aragonés. Su primera competición internacional fue en Chamonix. Edimburgo, Sheffield, París, Arco... En dos semanas tiene que ir a Briançon (Francia) y luego hasta Stelvio (Italia) para esquiar. Sí, porque también se lanza sin miedo ladera abajo. «Es la primera vez que voy con el equipo nacional. Este año en Sierra Nevada gané el Campeonato de España», afirma.

Compite en la misma categoría que Jon Santacana, el nueve veces medallista paralímpico, al que admira. «Al principio nos confundían. Cuando pasa siempre digo que soy la versión china de Jon Santacana», encadena otro chiste antes de reconocer la labor de su guía en la nieve, Rubén Salmerón.

Después del verano competirá en el Campeonato de Cataluña de paraescalada y en el Supercampeonato de España en Pamplona, donde se integran participantes con y sin discapacidad. «Sabemos que no tenemos ese nivel, pero somos afortunados. Yo prefiero poder estar juntos. Nos da visibilidad. No se generan guetos», reivindica Simón.

Desde el 2017 es el vocal de discapacidad en la Federación Aragonesa de Montañismo. Él y Marc Oller son los veteranos de un grupo donde hace poco se ha integrado Adrián Revilla. «Entreno cinco días a la semana en rocódromos y físico en gimnasio», indica Raúl, que reside en Utebo. Pese a su limitación alcanza el grado 7b en flash y practica deportiva en roca. El bloque no le va tanto. «Tengo que ir palpando para encontrar fisuras al no haber diferencias cromáticas».

 A eso suma sus andadas por el Pirineo, normalmente en solitario, y la tradición de completar la Treparriscos con la bici. «Mi planteamiento es disfrutar con lo que hago. Antes sí que iba a competir y no me salían las cosas tan bien», valora el escalador, que en 2019 se colgó la plata en el Campeonato del Mundo precisamente en Innsbruck. «El nivel de los americanos y japoneses es brutal. Hay un japonés, Kiochiro Kobayashi, que si lo ves subir no te crees que sea ciego», dice con admiración.

La escalada debutará en los Juegos de Tokio este verano y la previsión es que en 2028 o 2032 pudiera entrar en las Paralimpiadas. Raúl ve ese horizonte lejano. Incluso, en la última prueba apadrinó a Guille Pelegrín, un chico madrileño de 17 años que quedó tercero. «Tuve que firmar un papel para ser su tutor legal durante el viaje al ser menor. Ya le he dicho al seleccionador que si tiene que elegir a uno se lo lleve a él porque yo ya he vivido esas experiencias y él es el futuro», declara con el corazón.

Porque él es padre desde hace cuatro años. De Iker. «Que no por Casillas, sino por Fernández, el snowboarder», aclara. Ese nene al que cuida, «que ya tiene más sentido común que yo», que nunca puede alejarse a un metro de él para poder verlo, ese al que mandará al monte para que pruebe y supere sus límites. Para adelante hacia la vida.