Recuerdo cuando hace ya años estudiaba con admiración los programas de innovación pública del norte de Europa. Eran y son un referente mundial en modelo educativo, en mediación social y cultural, ecosistemas de emprendimiento, sistemas de bienestar, participación...

Cuando empecé a trabajar en la administración española aún me parecieron más meritorios aquellos modelos, paradigma de una sociedad cohesionada, porque una vez se conoce el sistema por dentro, todo el conocimiento teórico, y con ellos todos los sueños juveniles, quedan sumidos bajo un montón de burocracia, informes, memorias y burofaxes.

La administración pública en España no tiene un sistema eficaz de innovación organizativa, carece por completo de herramientas de motivación, no alimenta la excelencia ni premia el desempeño. Es verdad que te garantiza empleo e igualdad, que no es poco pero no es suficiente. Es como un campo de trigo recién segado al amanecer, donde se busca que ninguna espiga brille más que la otra, ni para bien ni para mal. Como decía el otro día Víctor Viñuales, tu capacidad de elección se resume en elegir bando: los que trabajan o los que no trabajan.

Dentro hay muchísima gente que vale, con ganas de trabajar, innovar, comprometerse, aprender y empatizar con los ciudadanos, incluso de mezclarse y confundirse con ellos, cooperando mano a mano por el bien común y el interés general. Son funcionarios con una verdadera vocación de servicio público, dispuestos a jugarse el tipo sacando la cabeza por encima del nivel de las guadañas de la rutina. Casi siempre, para recibir a cambio lo mismo que los del otro bando, o a veces incluso menos.

Por todo esto, cuando un proyecto como La Colaboradora, el espacio de emprendimiento colaborativo de Zaragoza Activa, llega hasta la final de los Eurocities Awards 2016 entre cientos de proyectos europeos, junto a Niza y la mismísima Helsinki, se hace un poco de justicia poética, y yo me veo en la obligación de reivindicar el papel de mi equipo, y en general, de todos los de nuestro bando.