Ha muerto Emilio Ontiveros, economista que dedicó su vida a explicar qué pasaba con el dinero, con las inversiones, con los cambios de rumbo de los países en función de los ciclos económicos. Además, puso muchísima energía en enseñar, en ayudar a enseñar, a crear empresas propias desde las que ayudaba a otros, empresarios, políticos, a entender cómo debían comportarse para que no los hiriera el mundo al que estaban entregados. En la prensa, El País, la Ser, fue la escritura, la voz, insustituible, pues ningún otro, con ser buenos, y acaso tan sabios como él, era capaz de ser como él en el grado máximo de la explicación inmediata de lo que estaba pasando.

Esas eran sus cualidades, en cuanto a economista ejerciente, como profesor y como socio de quienes dependen de la economía para cumplir con su papel en el mundo, y además como periodista capaz de contar, en cuatro trazos, de qué iba aquello que preocupa más después de las preocupaciones del alma o de la salud. Pero había otro Ontiveros que llegaba a las reuniones, periodísticas, por ejemplo, en las que iba a impartir sus enseñanzas o sus consejos. Ese Ontiveros, aquel Ontiveros, oteaba el horizonte que conformaban los reunidos, se iba quitando la chaqueta gris, se desanudaba un poco la corbata sobria, hasta que terminaba siendo como uno de los que asistían a la conferencia o a la clase que, naturalmente, él mismo iba a dar.

Impartía una clase, aunque presidiera otro, pues cuando a él le tocaba exponer incluso aquellos legos (este periodista, entre otros) levantaban su atención hasta quedarse solo con aquella voz y con aquellas teorías (teorías muy prácticas, hay que decir en seguida) que iban a explicar incluso lo oscuro de lo que sucedía.

Tenía 74 años. Hasta el final de sus días, golpeado por la enfermedad que al fin pudo con él, estuvo cumpliendo obligaciones con la radio y con el periódico. Su voz herida por el cáncer siempre se sobrepuso a las evidencias que la vida pone sobre la mesa, y siguió importando lo más importante de su credo: si algo no se puede explicar, si algo es inexplicable, es que a alguien le interesa, en la economía, pero también en la historia, por ejemplo, que no se entienda lo que pasa o lo que ha pasado. Nombro la historia, en este plano, porque siempre me recordó, y ahora más, a Santos Juliá, el historiador de la República y más acá, que fue, como Ontiveros, un debelador implacable, y sensato, de las patrañas con las que nos han querido dormir con cuentos, por decirlo con aquella metáfora de León Felipe.

Ontiveros era el hombre que explicaba. Muchas veces le pedí yo mismo que me explicara lo mucho que desconocía; se quitaba la chaqueta (gris, siempre gris), avanzaba un poco sobre quien le estaba escuchando, permitía que su corbata se pusiera a bailar mientras él hablaba, y jamás medía el tiempo: te contaba hasta el principio de los tiempos del problema que le estabas planteando, sus ojos atentos hacia los ojos ajenos, como si él mismo se hubiera trasplantado en la persona (en este caso yo mismo) que le había hecho la pregunta. Enseñaba tanto que a veces parecía, pues, que se enseñara a sí mismo… 

Daba gusto encontrarse con él. Hasta de fútbol sabía (¡y de cine!, fue un actor ocasional), y sabía de las personas; su trabajo de economista fue sobre las personas, sobre el porvenir de los jóvenes, sobre el porvenir de la vida, y era optimista porque siendo de otra manera no hubiera sido él. Me acuerdo de su aspecto, porque también esa sobriedad lo retrataba, y me acuerdo de su sonrisa y de su risa, porque también era de los sabios que, de tanto saber, saben que tampoco todo es para tanto.

Deja un hueco emocional muy grande, como si al apagarse su risa, y su sonrisa, se nos hubiera nublado a nosotros mismos una razón para reír, o para sonreír, mejor.