Era un atardecer de verano y Fortunata, la bella princesa de palacio, estaba dando un paseo por el campo cuando se encontró con Anselmo, un humilde campesino que cuidaba su huerto.

El rey, padre de Fortunata, le tenía prohibido a su hija que se alejara del palacio y de ninguna manera podía hablar con gente del pueblo, por este motivo la princesa se asustó. En un primer momento tuvo intención de echarse a correr por si alguien de palacio la había visto cerca del campesino, pero algo sucedió en su corazón más fuerte que el deber que su padre, el rey, le había inculcado.

Anselmo sintió algo parecido al ver la belleza de Fortunata y se acercó a ella para presentarse y decirle lo hermosa que era, ya que no había visto a nadie como ella en toda su vida.

Los dos jóvenes continuaron viéndose todos los atardeceres, quedaban en el mismo sitio y a la misma hora, solo el sol era testigo de su amor.

Eran los más felices del mundo, pero una triste tarde algo terrible sucedió. La malvada bruja de palacio, que tenía por encargo el cuidado y vigilancia de Fortunata, siguió a la princesa y descubrió a los enamorados.

Fortunata se dio cuenta de que habían sido descubiertos, intentó escapar con su amado, pero la bruja lanzó una maldición que ninguno de los dos pudo evitar.

Pronunció unas palabras mágicas y convirtió a Fortunata y Anselmo en girasoles.

A partir de aquel día se pueden ver dos girasoles muy juntos en el campo de Anselmo, que se mueven hacia el sol nada más despertar y le siguen en su ruta como agujas de un reloj. Cuando llega la noche, vuelven a hacerlo, pero en sentido contrario y de este modo esperan la salida del sol en la mañana del día siguiente.