Una noche, en un pueblecito de Teruel al que suelo ir de vacaciones, estaba con unos amigos que vivían allí todo el año. Nos aburríamos mucho, así que decidimos colarnos en el monasterio del pueblo. El monasterio está en bastante mal estado y llevaba abandonado desde hace mucho tiempo, incluso antes de que mis abuelos nacieran. Todo este tiempo se hacía notar en sus fachadas llenas de desconchones y agujeros de un tamaño considerable. También parecía que la naturaleza se había adueñado del lugar porque tenía hierbas creciendo hasta en los huecos de las tejas que faltaban en los viejos techos de piedra. En estos, había un gran boquete del cual asomaban las finas ramas de un rosal que había logrado hacerse un hueco entre los escombros del monasterio en ruinas. 

Una vez allí, nos adentramos como pudimos, y al principio, todo fue muy divertido y el ambiente estaba lleno de risas. Pero me fijé en una bella rosa que había creciendo en el rosal, y cuando fui a tocarla, mis amigos me pararon inmediatamente. Estaba desconcertado, así que les pregunté el porqué, a lo que me respondieron con otra pregunta: - ¿Acaso no has escuchado la historia de estas rosas? 

Con una expresión de sorpresa les respondí que no, así que me contaron la historia que os voy a relatar a continuación.

Hace muchos años, del monasterio se encargaba un cura muy querido por todo el pueblo, el cual se llamaba don Felipe. Era una persona muy alegre y cariñosa, y le gustaba ayudar a la gente del pueblo en lo que podía. Un día, este cura, después de acabar su oración de la tarde, como de costumbre, fue al jardín a pasar el rato cuidando de sus plantas. Se dio cuenta de que había un rosal que estaba creciendo en una de las esquinas de su jardín. A los pocos días, este rosal comenzó a crecer y a sacar las rosas más bonitas que había visto jamás, e impregnaban el ambiente con su dulce aroma. Don Felipe estaba maravillado con las rosas tan hermosas que habían crecido, pero se preguntaba de dónde habían salido tan de repente.

Los días pasaron y siguieron saliendo más y más rosas. El cura empezó a dedicarse solo a cuidar el rosal, hipnotizado por la belleza de las flores que brotaban de sus verdes tallos. Poco a poco, se fue convirtiendo en su obsesión y no se separaba de aquel rosal. Se volvió una persona ermitaña y solitaria. Los vecinos del pueblo se empezaron a preocupar por él, ya que apenas le veían y no salía casi del monasterio. Intentaban hablar con él, sin éxito alguno, ya que don Felipe estaba entregado en cuerpo y alma a encargarse de aquel rosal, tanto, que llegó a creer que sería algún milagro que Dios le había mandado y del que tenía que hacerse cargo. 

De repente, el cura vio algo que le dejó boquiabierto. Una de las flores empezó a danzar con unos movimientos delicados, como si de una bailarina se tratase, y los pétalos se comenzaron a abrir, convirtiéndose en una pequeña hada, con piel blanca como la leche y un despampanante vestido rojo, hecho con sus propios pétalos que se habían abierto. Al parecer, el hada se sorprendió también de encontrarse la curiosa mirada del cura, y rápidamente se adentró entre la maraña de tallos y espinas que había formado el rosal. Don Felipe estaba atónito por lo ocurrido y no se podía creer lo que sus ojos habían presenciado.

Aquella pequeña criatura era incluso más hermosa que las flores que él había considerado la cosa más maravillosa que había presenciado y cayó rendido ante su indescriptible belleza. Tal era su admiración, que decidió ir a buscarla, no podía dejarla escapar así como así. Don Felipe se acercó al rosal todo lo que pudo y observó en su interior al hada que había logrado ver, junto con otras dos hadas más, tan hermosas como la primera. Sin dudarlo ni un segundo, el cura extendió la mano para tratar de agarrar a al menos una de las tres hadas, pero no lograba llegar sin lastimarse el brazo con las afiladas espinas del rosal.

De pronto, una de las hadas se dio cuenta y le observó con una mirada cálida y risueña, lo que hizo que el cura se olvidara del dolor de las espinas desgarrando sus ropas y raspando la piel de debajo. Las hadas soltaron una carcajada estremecedora, y para cuando don Felipe se dio cuenta de lo que estaban haciendo, las esbeltas ramas del rosal, repletas de espinas, se cerraron sobre el pobre cura, como si la planta lo estuviera tratando de engullir, y las hadas que tan dulces y delicadas parecían, le agarraron del brazo con el que él intentó atraparlas. Estiraron de él hacia las profundidades de aquel rosal, por el que antes, habría dado su vida.