RINCÓN LITERARIO

La leyenda del Ebro

Nacimiento del Ebro en la localidad cántabra de Fontibre.

Nacimiento del Ebro en la localidad cántabra de Fontibre. / TURISMO DE CANTABRIA

David Martínez

En mi visita a un pueblo llamado Fontibre, paseé por las calles en busca de un amigo que sé que vive en esta localidad.

Paré en una plaza en la que observé cómo una multitud rodeaba a lo que parecía ser una única persona hablando, así que decidí acercarme.

Cuando pude ver mejor la situación, advertí que esta persona era un anciano flaco y débil, pero con aspecto maduro y confiable.

Estaba terminando de contar una historia, y me quedé para escuchar el final. Me dejó tan impresionado que al disolverse la multitud para proceder a irse cada uno a sus quehaceres, paré educadamente al anciano y le pedí, por favor, que me relatase de nuevo aquel cuento.

Él sonrió, aceptó, y luego frunció un poco el ceño, como dándose cuenta de algo. Entonces me dijo que era inaceptable que lo tratase como un cuento, y que si me iba a contar aquella historia, yo debiera de tomarla como la pura realidad porque según él, lo era.

Cuando llegué a casa, escribí de nuevo el relato, esta vez tratándolo como verdadero.

En la localidad de Fontibre, dos jóvenes se encontraban profundamente enamorados.

Él era fuerte, alegre y dispuesto a ayudar a todo aquel que lo necesitase.

Ella era tímida e introvertida, pero siempre que decía algo, valía la pena porque dedicaba esfuerzo a que cada cosa que contaba, tuviera algo de importancia.

Sus respectivos padres trabajaban en la misma cantera, y de pequeños se habían visto mucho, aunque no se habían llevado nunca tan bien hasta estos últimos años.

Él y ella, ella y él, no había nada más. Solían juntarse en medio de un bosque a pasar las horas, y cada vez que salían de casa, los dos acudían allí y se esperaban el uno al otro.

Siempre se acababan encontrando. Pero desgraciadamente la felicidad no dura para siempre.

Un día tormentoso, decidieron acercarse a una estatua de una virgen a la que estaba prohibida tocar. Así lo había decidido el pueblo antaño, y nadie había puesto pega alguna para seguir la regla impuesta. Aquel día, la pareja se encontraba hablando sobre la estatua, mientras se mojaban bajo la lluvia. Era una lluvia agradable, y se escuchaban truenos a lo lejos, pero eso no les importaba. Mientras estuviesen juntos, nada de aquello tenía relevancia alguna.

En un momento dado, la chica dejó de hablar en medio de una frase, acto al que el chico respondió con una mueca de no entender. Ella estaba mirando fijamente la estatua. Tras unos segundos, dijo que necesitaba tocarla. Él intentó impedirlo agarrándola, pero una fuerza sobrenatural tiraba de ella al tiempo que los truenos sonaban cada vez más cerca. Cuando se encontraba a tres metros, sus ojos se tornaron blancos y empezó a levitar hasta llegar a la estatua. Y en el segundo exacto en el que la tocaba, un rayo con la fuerza de mil dioses, cayó sobre la estatua, que estaba en contacto con la pobre muchacha. En cuanto se apagó el resplandor, ella ya no estaba. Había quedado pulverizada.

Dicen que el pobre joven, de nombre Ebro, quedó traumatizado y su propio cuerpo no era capaz de realizar ninguna acción después de ver aquello. Se quedó inmóvil tumbado en el suelo, con la única opción de llorar. Y lloró tanto y durante tanto tiempo por su difunta amada, que sus lágrimas acabaron formando un río inmenso desde allí mismo donde se encontraba. A este río los del pueblo le pusieron en honor al muchacho su propio nombre.