El taller de escritura para los finalistas del II certamen de microrrelatos del Festival Aragón Negro da sus frutos

Participantes en el taller de literatura creativa, con el novelista Juan Bolea, en el colegio Santo Domingo de Silos.

Participantes en el taller de literatura creativa, con el novelista Juan Bolea, en el colegio Santo Domingo de Silos.

El Periódico del Estudiante

Ganadores y finalistas del II concurso de microrrelatos Silos-Aragón Negro han disfrutado de un taller de escritura creativa, impartido por el novelista y dramaturgo Juan Bolea y financiado por la Fundación Carreras. Este certamen premia el talento de jóvenes escritores de toda la comunidad autónoma.

Isabella Palacio Duque, Rocío Córdoba Planas, Lydia Gallego Sánchez-Toril, Alfonso Núñez, Claudia Echániz Sierra, Laura Genzor Burriel fueron los ganadores en las diferentes categorías Entre los galardonados hubo alumnos del propio colegio Santo Domingo de Silos y de otros centros e institutos de Zaragoza y Teruel: Hijas de San José, IES Pedro Cerrada (Utebo), Liceo Molière, Cardenal Xavierre, Colegio San Gabriel (Zuera), IES Salvador Victoria (Monreal del Campo).

Todos ellos han participado en el taller de escritura impartido por Juan Bolea y celebrado en el propio colegio Santo Domingo de Silos. Aquí van algunos de los relatos frutos de las sesiones formativas:

Tragedia y unión, por Clara Garris Simón

Valencia quedó devastada. Las tormentas arrasaron ciudades completas. La población reporta cientos de desaparecidos. Cientos de fallecidos inundan las calles. El pueblo se moviliza para ayudar donde haga falta.

Nuestro pueblo unido demuestra ser capaz de todo. Es capaz de llevar recursos. Es capaz de echar una mano al prójimo. Es capaz de salvar vidas.

Sin embargo, solo actuamos ante tal tragedia. Solo ante tal tragedia podemos unirnos. Solo ante tal tragedia dejamos de lado nuestras diferencias e ideologías. Solo ante tal tragedia dejamos todo de lado para unirnos.

Parece que necesitemos que un desastre nos recuerde que somos un único pueblo. Es necesario un desastre para recordar a nuestros hermanos. Es necesario un desastre para rebelarnos. Es necesario un desastre para recordar que España es una.

Por ello no debemos olvidar este acontecimiento. No debemos permitir que nos dividan nuevamente. Debemos mantenernos unidos sin necesidad de tragedias. Debemos buscar el bien para nuestro pueblo.

El pueblo valenciano sigue muriendo, por Claudia Echániz Sierra

Valencia no estaba preparada para tal tragedia. Los geólogos eran conocedores de dicha tormenta. Trataron de avisar a la población. El gobierno no dio a conocer la noticia. El pueblo valenciano sufre ahora las consecuencias. Cientos de muertos y desaparecidos han sido el resultado. Las destrozadas calles están siendo reparadas por los vecinos. El gobierno no envía la ayuda necesaria. El pueblo se muere, y es el pueblo quien trata de mantenerse con vida. La culpa de esos horrores es arrojada entre partidos políticos. Entre tanto la gente se muere. Países fronterizos ofrecen ayuda. El gobierno la rechaza. El pueblo valenciano sigue muriendo. La gente pide a gritos socorro. El gobierno no envía ayuda. El pueblo valenciano sigue muriendo. Voluntarios de pueblos cercanos acuden al rescate. El gobierno niega la entrada por riesgo de pandemia. Entre tanto, el pueblo valenciano sigue muriendo…

Taller de escritura: Alfonso Núñez

El detective entró en la oficina que, como siempre, estaba desordenada. Se sentó en su silla y se impulsó con las ruedas hacia la ventana. Se volvió para mirar su ordenador. Tenía la pantalla apagada y los folios esparcidos por la mesa. Resopló y volvió de nuevo su mirada hacia el exterior. Las farolas comenzaban a iluminar las vacías y blancas aceras. ”¡Qué extraño que nieve en Zaragoza!”, pensó. Entonces vio su reflejo: un hombre alto de rostro serio, rubio, de ojos castaños y unas grandes ojeras.

El timbre sorprendió súbitamente al detective. Esperó un momento con la esperanza de que no volvieran a llamar. Ya era de noche. Sonó el timbre de nuevo. Abrió la puerta y se encontró con un hombre joven de unos 18 años con unos ojos enormes agrandados por las gafas y una cara de profunda preocupación ¡Algo gordo había sucedido!

-Buenas, dijo el detective.

-Buenas noches, siento molestarle a estas horas -se excusó el joven.

-Tranquilo, pasa.

-Gracias.

El detective le ofreció un asiento e, inmediatamente, le dio un vaso de agua.

-¿Y qué te trae por aquí tan tarde?

-Quiero que busque a alguien que ha desaparecido.

El detective abrió los ojos y las orejas.

-Dime, ¿a quién quieres que busque?, te aseguro que lo encontraré. El joven se relajó un poco.

-Señor, es mi gata, que ha desaparecido hace unos días y no tengo ni idea de dónde puede estar.

-Así que una gata…- el detective había perdido todo interés-¿No debería preguntar en otro sitio?

-Señor detective yo llevo todo el día buscándola y ahora estoy desesperado. Por favor, acepte el caso -imploró.

-Bueno, veré lo que puedo hacer.

-Mil gracias, señor detective.

Ejercicios: Lydia Gallego

Primera sesión

Ejercicio 1: un personaje protagonista.

Mientras las esquinas del cielo comenzaban a teñirse de oscuridad, Jhon observaba el brillo de las estrellas más relucientes. El humo de su puro ondeaba y huía hacia el cielo para agruparse con la contaminación que formaba una cúpula sobre el cielo de la majestuosa ciudad de Madrid. Vestía un traje negro el cual le abrigaba contra el frío que acechaba al llegar el invierno y lucía, orgulloso, su placa de inspector.

Conforme las nubes cruzaban y se rasgaban, él reflexionaba sobre aquellos tiempos en los que su pelo, ahora cano y sencillo, brillaba tanto como sus ojos, como luceros almendrados. ¿Cuál sería el momento en el que había perdido su tez pálida? Ahora sólo le quedaban aquellos eternos turnos nocturnos y su experiencia.

Ejercicio 2: entrada repentina de otro personaje.

El estremecimiento de las bisagras oxidadas le hizo apagar el fuego en un acto reflejo. Cuando se giró, Jhon esperaba a cualquier persona: su superior, algunos de los agentes que trabajaba con él, una limpiadora… Sin embargo, por el marco de la puerta se escucharon los pasos calmados, como si calculara cada mínimo movimiento, del único que podría haber ido a buscarle en mitad de la noche.

Por ello a Jhon, aquel profesional que siempre mantenía sus emociones en una caja de alta seguridad, no debería haberle sorprendido ver el reflejo en aquellas gafas, ese gesto en el que se recolocaba los gemelos de su traje y que tanto conocía.

Ejercicio 3: un diálogo.

—Miguel. Pensé que habías decidido dejarlo todo atrás —musitó Jhon. Su tono era árido, un desierto.

—Yo creía que no volverías a ello —respondió Miguel aún desde la puerta. —Yo sólo dije que sin ti no sería lo mismo, que perdería el sentido.

—¡Cuando todo empezó prometimos que sería un proyecto que haríamos juntos! En la sala, el eco del paso dubitativo de Miguel resonó durante varios minutos, como si quisiera hacer evidente lo pequeño que se sentía.

—¡Tú me abandonaste!

La voz de Jhon vibraba, en ese momento, una octava por debajo de su tono habitual.

—Dime la verdad —exigió Miguel—. Mírame a la cara y sincérate por una última vez, como hacíamos en el pasado.

Al acercarse y colocarle una mano en el hombro arrugó su traje. Aunque los hombros de Jhon se tensaron bajo aquel contacto, en ningún momento la apartó y, mientras ambos observaban cómo las estrellas se reunían alrededor de la luna, como un rostro lleno de pecas, respondió:

—No. Desde tus últimas palabras no he vuelto a tocar el arma que usábamos. —Jhon, no me mientas. —Apretó más su hombro y el inspector sintió sus uñas a punto de hacerle sangrar—. Alguien ha vuelto a tomarse la justicia por su mano, a matar criminales con un disparo en la cabeza. Como lo hacíamos nosotros.

Segunda sesión

Ejercicio 4: un artículo de opinión con frases cortas.

Las muertes continúan. Cientos de cadáveres enterrados bajo balas. Miles de familias condenadas al dolor. Y ¿qué hacemos nosotros?

En las noticias sólo se ven anuncios de guerra. Muerte y más muerte. Destrucción. Y nosotros bajamos el volumen. Para que no interrumpa la conversación. Para acallar la culpabilidad. Bajamos a la calle y presumimos de las nuevas compras. Mientras hablamos, otra bala atraviesa un cráneo inocente.

Pero aquí no ocurre. ¿Por qué preocuparse? ¿Por qué luchar por un conflicto de años de antigüedad? Reímos indiferentes al dolor. Otros lloran sin conocer la risa. Pero ¿por qué preocuparse? El mundo es así. Injusto. Incambiable. Inamovible. Sin embargo, algún día llegará a tu país. Algún día serán tus gritos los ignorados.

Ejercicio 5: dos personajes, un billete de 50 euros y un diálogo

Los árboles se movían con calma a la vez que sus pasos y palabras:

—Intenta abrirte más al mundo, Jorge —dijo sonriendo uno de los hombres. —¿Para qué? —respondió Jorge.

—¿No es maravilloso disfrutar de cada momento?

—¿Aun cuando hay tantos muertos?

—No puedes hacer nada por cambiarlo.

—Ni tú por cambiarme a mí, Pablo.

Pablo, saltando y riendo, se adelantó. Anduvo unos metros y paró a esperar a que el lento caminar de Jorge lo alcanzara antes de continuar.

—Siempre estás deprimido.

—No todo es tan alegre.

—¡Para ti no hay nada alegre!

—Sí lo hay —respondió con la misma voz que la de un juguete sin pilas—, pero no lo siento como tú.

Pablo, con un brillo propio de la juventud en sus ojos, siguió andando cuando Jorge se detuvo frente a un billete. Cincuenta euros.

Lo cogió, con unas manos arrugadas como el paisaje del parque, y alcanzó a su compañero.

—Debemos encontrar a quien haya perdido esto —dijo al mostrar el billete. Los ojos de Pablo brillaron aún más.

—¡Disfruta de la vida, Jorge! ¡Disfruta de las oportunidades!

Jorge se detuvo de nuevo. El papel se arrugó y el viento comenzó a soplar con más fuerza.

—No nos vamos a gastar un dinero que no es nuestro.

—¿Qué podríamos hacer con él si no?

—¿Y si es lo único con lo que puede comer una familia? ¿Y si son los ahorros de un joven como tú? A ti no te hace falta.

Jorge volvió a andar, las copas de los árboles observaron de nuevo con calma. Ahora fue Pablo quien arrastraba los pies sobre la arena, quien agachaba la cabeza frente a la sonrisa resplandeciente de su acompañante en cuyo bolsillo rebotaba arrugado el papel.

El reflejo, por Clara Garris Simón. Relato en dos partes

Parte I

Comenzaba a atardecer y el silencio reinaba en los largos pasillos, repletos de informes y misterios tiempo atrás olvidados. La galería, iluminada únicamente por una tenue luz, custodiaba miles de pruebas y redacciones sobre antiguos casos policiales. Entre las paredes de este laberinto, se encontraba un hombre desaliñado y con una corbata azul atada alrededor del cuello. Este hombre merodeaba en busca de un hilo del que tirar y sé de primera mano lo que pensaba; al fin y al cabo, era yo aquel que buscaba una manera de dar sentido a la historia que construía en mi mente.

Hacía ya muchas horas que debería haberme marchado a casa, mas era incapaz de apartar las imágenes de la víctima de mi cabeza. El cadáver de la mujer, quien no tendría más de 35 años, se recuperó en la orilla del río Ebro. En un primer momento, se teorizó que se podía tratar de un suicidio; sin embargo, había algo que no me permitía descansar. La víctima era imposible de identificar, pues su rostro había quedado destrozado tras lo que aparentaba ser un fuerte traumatismo craneal. Además, presentaba hematomas en el cuello y las muñecas, lo que me hizo sospechar que me encontraba ante un caso de homicidio.

Mientras estaba a la espera de recibir el informe forense, sólo podía atreverme a conjeturar; mas este caso me resultaba demasiado familiar como para evitar reflexionar sobre él. Fue esa intranquilidad la que me llevó hasta los antiguos archivos policiales.

Un portazo provocó entonces un ruido ensordecedor, sacándome de mis pensamientos. A la par que escuchaba unas ligeras pisadas, acerqué mi mano a la funda donde guardaba mi pistola. Cautelosamente, me asomé al pasillo central; y entonces, vislumbré una sombra. Esta oscura figura se aproximaba con un paso decidido. Rápidamente, me coloqué detrás de uno de los archivos, y utilicé el reflejo de la vitrina frente a mí para estudiar sus movimientos.

Paulatinamente, la sombra se aproximaba, y a medida que esto sucedía, su silueta era cada vez más detallada. Finalmente, lo reconocí. Se trataba de un hombre de baja estatura, con el pelo engominado, alistado meticulosamente en base al reglamento: mi eterno compañero, el inspector José Torres.

—Inspector Antonio Rodríguez, el sol ya se ha escondido en el oeste, nadie queda en la oficina salvo usted. ¿Por qué no se permite un descanso y aprovecha el fin de semana?—me preguntó.

—Torres, después de tantos años, dejémonos de formalidades—le repliqué—. ¿Y desde cuándo es delito trabajar unas pocas horas extra?

—Rodri, tanto tú como yo sabemos que no estás simplemente trabajando unas horas extra. No trates de engañarme; tú mismo lo has dicho, llevamos muchos años trabajando juntos. ¿Recuerdas nuestro primer trabajo?

—El atentado de ETA, allá en el 89. Por supuesto que lo recuerdo. Acabábamos de entrar en el cuerpo cuando sucedió.

—Exacto—suspiró Torres para sí mismo. Tras un momento de silencio, me suplicó—. Por favor Rodri, vete a casa y despeja tu mente, aunque sea por un par de días. —De acuerdo. Además estás en lo cierto, creo que necesito tomarme un respiro. ¿Vamos al bar a tomarnos algo juntos y hablar de los viejos tiempos?

—Lo siento Rodri, pero mi mujer e hija me esperan en casa.

—Ciertamente. ¿Al menos me permitirás que te acerque a tu casa?—le pregunté. —Por supuesto.

Me abrigué con una gabardina negra y nos fuimos del cuartel subidos en mi antiguo Chevrolet Caprice rojo. Lo dejé a las puertas de su casa y me marché mientras veía por el retrovisor cómo su familia lo recibía en un cálido abrazo.

Parte II

El lunes siguiente, el sol iluminaba la ciudad y en el cielo no había rastro de ninguna nube. Torres me estaba esperando a las puertas del cuartel cuando llegué. Mis sospechas se hicieron entonces realidad, pues mi compañero me confirmó que el informe forense había probado que los traumatismos no podrían haberse realizado por la caída, ni aún habiéndose golpeado con alguna roca.

—Acaban de arrestar al principal sospechoso, se encuentra en la sala de interrogatorios—me informó.

Fuimos corriendo a la estancia y lo vi bajo la fuerte luz del fluorescente. Era un hombre de tez blanca, con ojos de color café y pelo castaño y desmelenado. Tenía la mirada perdida y unas ojeras muy pronunciadas, como si no hubiera pegado ojo en varios días. Además, su cara estaba decorada con una descuidada barba. Vestía con una camisa blanca y una corbata azul ajustada. También llevaba una chaqueta americana negra. Sus manos estaban decoradas con marcas y cicatrices.

El hombre que veía, no era más ni menos, que mi propio reflejo. Entonces me fijé en que todos los agentes a mi alrededor me estaban apuntando y comprendí que mi mayor secreto había salido a la luz.

—Antonio Rodríguez, queda usted detenido por cometer asesinato—dijo la voz de Torres a mi espalda—.Tiene derecho a permanecer en silencio. Cualquier cosa que diga podrá ser utilizada en su contra en un tribunal. Tiene derecho a un abogado. Si no puede pagarlo, se le asignará uno de oficio. ¿Entiende usted estos derechos?

Asentí con la cabeza. A la vez que me ponían las esposas, me di cuenta de que mi vida, tal y como la había conocido, había llegado a su fin.

Al día siguiente tuvo lugar el interrogatorio. Permanecí callado mientras exponían las pruebas que habían obtenido.

—El inspector José Torres extrajo de su vehículo un martillo con restos de sangre de su última víctima; gracias a ello, conseguimos pruebas que acusaban al señor Rodríguez directamente con el último caso.

Cuando el comisario enunció esta frase me di cuenta. Había dejado el martillo ensangrentado en la puerta del copiloto, por lo que cuando llevé a Torres a su hogar, lo debió de ver y recoger.

—Tras su detención ayer, exploramos la vivienda del acusado y encontramos pruebas contundentes que implican al señor Rodríguez con una veintena de casos no resueltos en la última década. Por ello, se le acusará ante el tribunal de asesinato y manipulación de pruebas en múltiples casos policiales. Se solicitará una pena de prisión permanente revisable, a excepción de que hable ahora y colabore por lo que se podrá negociar una reducción de condena. Sabiendo esto, ¿tiene usted algo que declarar?

Silencio. Nada de lo que pudiese haber dicho habría mejorado mi condena. Esta situación me llevó a donde estoy ahora, a las puertas de la muerte. Tras el tribunal, se me consideró culpable de todos los cargos, por lo que me han encerrado en una cárcel para cumplir mi condena. Sin embargo, sé que no sobreviviré pasada esta semana. Por el momento, me encuentro aislado en una celda escribiendo mis vivencias, sin embargo, es cuestión de horas que la puerta que me separa del resto de mi módulo se abra y, cuando eso suceda, sé muy bien que acabaré tres metros bajo el suelo. 

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