La situación empieza a ser inquietante. Por primera vez en 40 años, los presupuestos municipales de Zaragoza no estarán disponibles, en el mejor de los casos, hasta el último trimestre del año para las entidades del tercer sector de acción social. La plataforma que las integra en Aragón está constituida por Cáritas, Cruz Roja, ONCE, Cermi, la Red para la Inclusión Social y la Coordinadora Aragonesa de Voluntariado. Estas entidades, a su vez, representan a más de 200 organizaciones. Suponen cerca del 3% del producto interior bruto de la ciudad y atienden a muchas más personas que todo el sistema sanitario o el educativo, de los que son complementarias e inseparables. Su fuerza laboral supera a la de la empresa más grande de la comunidad. Su fuerza y vigor, dicen organismos como Naciones Unidas, es síntoma de sociedades justas y solidarias.

A nadie se le escapa que las aritméticas de la casa consistorial han jugado a favor de esta situación. Lo sorprendente es el nulo interés de todos los grupos municipales en las advertencias que las entidades del tercer sector venimos haciendo. Pero están en juego servicios muy delicados y de un valor incalculable, que sobreviven con múltiples ejercicios gimnásticos que se renuevan año tras año, cuando se confirman los presupuestos.

Ejemplos de estos programas son los servicios de apoyo y transporte a personas con discapacidad, los comedores sociales, los programas de lucha contra la pobreza infantil o los pisos de acogida y apoyo para madres solteras. Y así un largo rosario de iniciativas en que las que se implican ciudadanos de toda ideología, en ocasiones por convicción religiosa y en otras por responsabilidad civil, pero todos con el mismo compromiso: construir una ciudad solidaria, igualitaria y acogedora.

Las entidades sociales aspiramos a no ser los rehenes de juegos partidistas cada vez que debe cerrarse un presupuesto. Luchamos por que existan sistemas que nos reconozcan la labor y el compromiso social y ciudadano, sin un pero que condicione nuestro reconocimiento.

Quizá no se es consciente de la importancia de ser los partícipes, junto con el sector público, de servicios que no ha asumido la Administración o que los ha delegado históricamente en la gestión de esas entidades. Pero existe el riesgo de que haya entidades que decidan cerrar sus puertas. Y una puerta cerrada en lo social son muchas historias que reconstruir. Si una persona pierde la fe en que la sociedad le pueda ayudar cuando lo necesite, nos ahogaremos en la soledad del individualismo.

Quizá puedan existir fórmulas hasta ahora ignotas para dar respuesta a la labor de las entidades sociales, pero el panorama actual nos hace depender de voluntades políticas que, cuando no pueden apoyarse en mayorías, parecen guiarse por aquel juego que cantábamos de pequeños: «rebota, rebota y en tu cara explota».

La desigualdad social se puede convertir en la lacra que nos acompañe y arruine el orgullo de ser una ciudad hasta ahora comprometida y ejemplar. No queremos ningún rebote, queremos soluciones.