La cooperación internacional para el desarrollo que realiza el conjunto de las administraciones públicas españolas no está a la altura de lo que cabría esperar de un país con su capacidad económica y grado de desarrollo humano. En el 2019, España solo aventajó a la Hungría del ultra Viktor Orbán en esfuerzo de ayuda, manteniéndose por octavo año consecutivo por debajo del 0,2%, límite acordado por el Comité de Ayuda al Desarrollo (CAD) de la OCDE para países donantes.

Sin embargo, una de las grandes virtudes del sistema español del ayuda internacional para el desarrollo (AOD) es el gran peso de la cooperación descentralizada, aquella que se practica desde los ámbitos institucionales locales y autonómicos. Según un estudio del Real Instituto Elcano, es más eficiente, pues los costes indirectos de la cooperación centralizada, como los gastos de gestión o las comisiones bancarias que gravan las transferencias internacionales, son del 17%. Sin embargo, en la cooperación descentralizada, solo suponen el 6% del presupuesto destinado a AOD, entre otras razones, porque se apoya más en el voluntariado.

Por otro lado, la ayuda internacional que practican ayuntamientos, comarcas, diputaciones provinciales y gobiernos autonómicos evita mucho mejor los condicionantes políticos, diplomáticos, comerciales o geoestratégicos que lastran las actuaciones centralizadas. Y es que no hay que perder de vista que la cooperación al desarrollo es una pata más de la política exterior de los estados.

La AOD descentralizada es también la que mejor asegura la recepción directa de la ayuda por parte de los beneficiarios, evitando peajes diversos, y tiene mayor capacidad para establecer mecanismos de relación más horizontales, huyendo de la lógica donante-receptor.

La descentralizada es una cooperación que interviene mejor en lo local, porque parte de ese nivel y puede aprovechar capacidades técnicas y humanas existentes en ese ámbito. Y es estratégica para la implementación de los Objetivos de Desarrollo Sostenible en esos entornos.

Además, su proximidad permite involucrar y concienciar mejor a la ciudadanía, tanto en el norte como en el sur, contribuyendo a convertir la globalización en algo más que un hecho económico. Es la meta que persigue la cooperación al desarrollo: que todas las personas de todos los lugares del mundo tengan la misma dignidad y derechos.

Esta toma de conciencia es la única forma de hacer saltar por los aires el pretendido conflicto de intereses entre las necesidades de aquí y de allí, al que muchos gobiernos, también autonómicos y locales, pretenden agarrarse para justificar su recorte a las partidas de cooperación. Solo existen una ciudadanía y una justicia globales, tal y como la pandemia ha demostrado con toda su crudeza. Y solo la cooperación internacional puede acabar con las tremendas desigualdades que asolan el planeta. H