Tras la ocupación de Tíbet por China en la década de los años 50 del siglo XX, gran parte de la población fue empujada y forzada a huir en busca de refugio y asilo político, debido a la persecución y vulneración de derechos que sufría bajo el nuevo régimen. Así, miles de tibetanos llegaron a India, donde el gobierno de Pandit Jawaharlal Nehru les concedió asilo político.

Hoy en día, tres generaciones después, el colectivo de refugiados tibetanos en India, formado por más de 120.000 personas, se encuentra en una compleja situación de fragilidad y vulnerabilidad, asentado en campos de refugiados diseminados por todo el país. Y con uno de esos asentamientos, denominado Doeguling, colabora la oenegé aragonesa Estrella de la mañana, pues las necesidades no cubiertas de sus habitantes son enormes. No son ciudadanos de pleno derecho, por lo que muchos se hallan en situación de exclusión social, las oportunidades de mejora son prácticamente nulas y el apoyo que reciben de las autoridades indias, escaso.

La llegada de la pandemia dificultó mucho mantener las actuaciones permanentes de la oenegé en Doeguling, como el programa de refuerzo de la nutrición de los escolares. Pero la situación en sus casas se había vuelto aún más precaria, ya que la mayoría de sus familias «vive de la economía de subsistencia, y de repente se tuvieron que confinar y parar toda actividad, y no tenían qué llevarse a la boca», explica Alicia Díez, coordinadora de proyectos de la oenegé Estrella de la Mañana.

«Nuestros socios locales se dedicaron a identificar a aquellas familias que estaban pasando verdaderas dificultades por esta situación», continúa. «De ahí la iniciativa que llevamos a cabo de reparto de lotes para cubrir las necesidades básicas de alimentos y de productos de higiene personal», que llegaron a 500 hogares.

Otros proyectos de la oenegé sufrieron más el impacto de los confinamientos, «actuaciones puntuales que se dan en función de necesidades, como la de construir un nuevo pozo de agua en el hospital del campo de refugiados tibetanos», indica Díez. Las obras estaban a punto de comenzar, pero el asentamiento, donde residen numerosas personas mayores, se cerró a cal y canto, y los trabajadores no podían entrar.

Esta operación, de cuyo coste –más de 4.000 euros- se hacía cargo el Colegio de Médicos de Zaragoza, tenía unos plazos de ejecución que había que cumplir, pero fue imposible. La intervención se retomó cuando la bajada de los contagios permitió relajar las restricciones.

Una situación similar se produjo en otras actuaciones financiadas por administraciones públicas aragonesas, como la Diputación Provincial de Zaragoza. «Cuando dependes de fondos y te han concedido con un plazo, te ves obligado a pedir una prórroga. Pero la verdad es que todas las instituciones han comprendido perfectamente que eran circunstancias excepcionales, y ha sido fácil en ese sentido», sostiene Díez.